Cuentos de Otoño – “Lo de Mara”

“¿Qué ensaladas tenés?” Le preguntó Mara, ya imaginando la respuesta “De rúcula y tomate cherry”. “¿Ninguna más?” “Ninguna más” le confirmó el mozo. “¿Y para tomar?” “Tenemos gaseosas” le dijo el mozo entusiasmado “¿Limonada? ¿Jugo?”. El mozo negó con la cabeza, “te puedo ofrecer aguas saborizadas”. Mara lo miró con decepción “Te pido un agua sin gas, por favor”. Otra vez se sentía sapo de otro pozo. Otra vez hacía las mismas preguntas esperando respuestas distintas; nada más frustrante que eso. Cuando se quiso dar cuenta su tía, que estaba sentada del otro lado de la mesa, le estaba dedicando su típica sonrisa burlona “No vas a poder cambiarlos, son así. Este no es un barrio donde vas a encontrar esas cosas snobs de “comida sobre colchón de lechugas””. Mara sabía bien que esto era cierto: había crecido en un barrio en el que la mayoría vivía a base de panchos y gaseosas. Pero había una parte de ella que sentía la obligación de mostrarles a sus vecinos toda esa otra realidad alimenticia que ellos no conocían.

A su tía le causaba gracia la indignación de Mara. “Yo ya te dije lo que tenés que hacer, vos no querés escucharme” le dijo la tía mientras terminaba de sacarle la grasa a la entraña que se había pedido “¿El barrio necesita un lugar para comer sano? Ponelo vos”. Otra vez lo mismo, pensó Mara. Ya no sabía cómo explicarle a su tía que los negocios no se inventaban de un día para el otro. Ella había heredado la mercería y le era fácil pensar que los clientes, los proveedores y la plata vienen servidos en bandeja. “¿Y quién va a venir a comer a mi lugar si pueden encontrar su amado bife en lo de Don Carlos?” “¿Pero vos no decís siempre que no buscan otra cosa porque no conocen otra cosa? Ya pasó la etapa de quejarte por este tema: o hacés algo o lo dejás ir. También las críticas tienen su límite. Y si algo del entorno no te gusta pero no hacés nada para cambiarlo en una etapa en la que ya podrías hacerlo, entonces la culpa ya no está solamente en el afuera.”. La tía estaba siendo más dura que de costumbre. ¿Sería cierto que ya había llegado el momento? ¿Estaba lista para poner su propio restaurant?

Mara había salido del barrio recién a los 18 para estudiar Administración de Empresas en la facultad, y fue entonces cuando se le abrió un nuevo mundo. Comer afuera siempre había sido para ella sinónimo de comer rico y frito. Pero al tercer día de almuerzo en un bar su panza (y su billetera) le decían “¡Basta!”. Por eso aceptó cuando su compañera Bárbara la invitó a almorzar en su departamento. Bárbara era su primera amiga vegetariana. “¿Y en los asados cómo hacés?” Le había preguntado Mara ni bien la conoció, ya que los domingos para su familia era sinónimo de panzada de carne a la parrilla. Bárbara se rió “No sabés lo ricos que son los vegetales asados”. ¿Vegetales asados? Esa sí que era una novedad.

Al lado de Bárbara aprendió que los acompañamientos se pueden transformar fácilmente en platos principales, solo es cuestión de agregarles ingredientes extras. ¿Un Paty con arroz? Mejor un arroz con verduras salteadas. También aprendió que es tan fácil hervir una papa como hacer un puré listo; que el queso es un gran aliado; y que los frutos secos pueden reemplazar otros alimentos. Lo que más envidiaba de su amiga es que no tuviera problema para gastar la plata que fuese necesaria en comer rico. Cuando la acompañaba a las verdulerías orgánicas y a la dietéticas en busca de nuevos ingredientes, siempre se sorprendía de que por el mismo monto que su amiga destinaba a la comida de una semana, ella podía haber comido por un mes.

Esa era una de las principales razones por las que no se había animado a establecer en su casa un cambio rotundo de alimentación. Su papá no hubiera reemplazado la carne por nada y su tía apenas tenía energía para cocinarles a los tres después de sus largas jornadas de trabajo en las escuelas. No se animaba a pedir que se gastara más plata en otro alimentos ni que se dedicara más tiempo del posible a cocinar. Sin embargo siempre se había quedado con la duda de si la salud de su papá no hubiera sido más fuerte si hubiera comido mejor. Quizás no era una mala idea la de su tía después de todo: con un restaurante podría ayudar a otros a comer más sano como no había podido hacerlo con su papá. Pero ¿por dónde empezar?

Durante la facultad, Mara vivía entre dos realidades. Le encantaba estudiar en lo de Bárbara porque con ella comía rico y probaba cosas nuevas. Pero en su barrio lo más común era comprar en el almacén las latas o embutidos que les sirvieran para las dos comidas del día y, si había un poco más de margen de plata, comprar algo extra que pudiera algún otro día sacarlos de un apuro.

Mara terminó la facultad con dificultad pero con el reconocimiento de sus profesores que notaban el gran esfuerzo que le dedicaba. Fue fácil conseguir una buena recomendación y entrar a trabajar en una de esas empresas cuyo nombre todos conocen y en cuyas oficinas te podés sentir pequeño pero importante a la vez. En su primera entrevista Mara estaba muy nerviosa pero quien tenía delante supo leerla a la perfección. Los primeros meses de trabajo lo confirmarían: era amable, cumplidora y trabajadora.

Mara había encontrado su lugar en el mundo. Sus compañeros no duraban en el trabajo más de uno o dos años: crecían y se iban. Pero ella tenía un fuerte sentido de arraigo que la hacía siempre inclinar la balanza para esa empresa a la que sentía que le debía su crecimiento y su estabilidad. Con su ascenso de pasante a junior había podido empezar a aportar algo de su sueldo a su casa, justo a tiempo para que su papá sintiera un gran orgullo “El trabajo hay que cuidarlo, nunca lo des por sentado” era su frase de cabecera. Ahora ya estaba en condiciones de mudarse sola pero desde que su papá había fallecido, la sola idea de dejar a su tía la perturbaba. Le debía la compañía y la ayuda económica que ella siempre le había dado.

“Ya sabés por qué te llamo” Pablo, el ejecutivo de cuentas que intermediaba entre el banco y los empleados de la empresa de Mara llamaba para recordarle, una vez más, que tenía a su disposición un importante préstamo. Habían construido una confianza que iba más allá de sus roles y Pablo insistía en que sería bueno para ella independizarse. “¿No soñás con tener tu casa?”. Si era por soñar soñaba con ese restaurant que tanto mencionaba su tía. ¿Podría servirle el préstamo para eso? Mara sorprendió a Pablo con su respuesta: esta vez sí quería escuchar sus opciones.

Contar con la plata para la inversión inicial fue solo el primer paso. Mientras ultimaba los detalles para tener su crédito, buscó locales en alquiler en el barrio que le permitieran establecer ahí su tan ansiado restaurant. Finalmente dieron con el lugar perfecto, justo a tiempo para que su crédito les permitiera pagar el primer alquiler y la comisión de la inmobiliaria. Todo el barrio se revolucionó con la llegada de “Lo de Mara”. La tía convocó a varios albañiles que conocía para que las ayudaran con la obra y un arquitecto, marido de una clienta de ella, la ayudó con la dirección de obra. Por su parte Bárbara le consiguió proveedores de comida orgánica que fuera accesible con los precios a los que podía ofrecer su comida y una amiga del trabajo aportó su expertise en temas de marketing.

El margen que tenía Mara era mínimo y necesitaba que el restaurante empezara a funcionar lo antes posible. Ya durante la obra se había dado cuenta de que este sería un trabajo a tiempo completo y que no podía derivárselo a nadie más. ¿Era momento de dejar su cómodo escritorio para poder ir a la cabeza de su restaurant? “Nunca des por sentado el trabajo” le decía su papá, ¿qué pensaría entonces él de que ella dejara su estabilidad y se lanzara de lleno a construir esa realidad que tanto había deseado ver? “Preguntarte qué pensaría él sería como sacarlo de su contexto y ponerlo en uno del que nada conoce porque no estuvo acá.” Le había dicho su tía “Decidí lo que vos sientas que está bien, rendite cuentas solo a vos misma. Esa es la mirada que siempre va a tener toda la información necesaria y que siempre te va acompañar”.

Estaba claro: tenía que renunciar. ¿Y si le iba mal en el restaurante? ¿Y si se arrepentía? ¿Podría volver? Por la forma en que siempre la habían valorado en la empresa una parte de ella creía que sí. Pero la conversación con su jefe no fue tan alentadora: “Me alegro mucho por vos. ¿Volver? Mmmm, los puestos no se guardan. Cuando los recursos se van se buscan otros recursos, es la única forma de que el negocio funcione. Te deseo suerte.” El jefe acompañó sus últimas palabras con una mirada juzgadora. Mara tragó saliva, ¿estaría haciendo lo correcto?

Costó que la gente del barrio entendiera qué se comía en “Lo de Mara”. ¿Hamburguesas de lentejas? ¿Ensaladas con frutos secos? Todo parecía extraño. Pero bastó con que lo probaran las primeras personas para que, con el boca en boca, el restaurant fuera furor. Mara rebalsaba de alegría: la chef que había contratado captaba perfecto todo lo que ella quería transmitir y gracias a la simpleza de sus recetas los comensales se llevaban ideas para hacer en sus casas. A Mara le gustaba pensar que tenía un cómodo bodegón que además acercaba a esas personas que tanto quería a un hábito de alimentación más sana.

Una noche de verano, durante su recorrido habitual por las mesas, Mara escuchó una conversación entre quien había sido su profesora de biología en el colegio y dos amigas. “El tema está muy difícil, es un virus muy peligroso del que nadie conoce nada”. “Qué suerte que China está lejos” contestó una de las amigas “No te creas” le dijo la profesora “En esta era globalizada todo está cerca”. Mara se estremeció.

Llegó marzo del 2020 y la gente debió quedarse en sus casas. ¿Podía ser que los sueños duraran tan poco? Mara era una nativa digital: si no podía abrir sus puertas, tenía llegar a las casas de sus clientes. El primer mes lo soportó, después de todo la primera mitad había tenido las mesas llenas y en la segunda había hecho varias entregas. Pero vivir del delivery no era tan redituable y los números empezaron a estar cada vez más rojos. Era posible: los sueños a veces duran poco.

A dos meses de tener el restaurant cerrado Mara debió avisarle al dueño del local que ya no podía seguir pagándole el alquiler. Se le vino a la cabeza las palabras de su ex jefe: “los recursos, los inquilinos, son reemplazables” pensó. El dueño era un hombre mayor, que no tenía una vida holgada pero sí contaba con otros ingresos. Escuchó con tristeza la noticia de Mara y finalmente le dijo. “Yo te banco. Vos seguí cocinando todo lo que puedas. Le estás haciendo un bien al barrio. Cuando la tormenta pase quiero sentir que pensé en un algo más grande que solo en mí mismo.” Mara atajó su sueño en el aire mientras lloraba lágrimas de emoción. En muchos sentidos, no estaba todo perdido.

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