Cuento #30. “Elena y Uma”

P.h. @kyg.comunicacion

No voy a mentir: cuando vi por primera vez a mis papás estaban muy asustados. Quizás no era la mejor presentación, yo estaba cubierta de líquidos y muy agotada, ellos habían pasado horas intensas y mamá estaba muy dolorida. Pero cuando por fin estuvimos los tres juntos en el cuarto del sanatorio ya estábamos limpitos y felices. Esa fue nuestra primera noche como familia y fue hermosa. Por momentos sentía un vacío en el estómago, que nunca antes había sentido; y es que en la panza de mamá todo se saciaba muy rápido. Pero mamá sabía exactamente qué era lo que necesitaba. Y así pasaron las primeras horas: entre comidas y dormidas.

Lo que yo todavía no sabía era que mi familia completa no estaba en el sanatorio. Yo tenía tres días de vida cuando llegamos a casa y papá me presentó a Uma, la perra que hacía muchos años había adoptado. Me la pusieron bien cerquita, porque yo todavía no podía ver de lejos, y entonces noté cómo su ceño se fruncía. Papá y mamá insistían en que Uma era dulce, pero yo sentía miedo cuando estaba cerca de ella porque pensaba que no me quería y que me iba a lastimar. Nada que el piel con piel de mamá no pudiera sanar.

Mis primeros tres meses de vida fueron pura alegría. Nací a fines de noviembre, ya empezaba el calorcito y con él llegaba el buen humor de la gente. Se acercaban los festejos de fin de año, las fiestas, las vacaciones. Los encuentros al aire libre, los asados con amigos, los piletazos en familia. Conocí mucha gente en muy poco tiempo. Al principio solo los veía cuando se me ponían cerquita, aunque escuchaba todo lo que decían (aún cuando me hacía la dormida). Con el tiempo pude distinguirlos mejor y ya me entretenía mirando sus caras. ¡Qué felicidad que mamá y papá tuvieran tanta gente querida! Quería hablar con todos, tirarles besos, agradecerles por sus regalos y sus visitas, pero todavía no podía. Me contenté con regalar algunas sonrisas.

Uma seguía refunfuñando cuando yo estaba cerca o a upa de papá. Papá hacía lo posible porque nos lleváramos bien, cada dos por tres ponía mi huevito al lado de su cama para sacarnos un millón de fotos juntas. Uma parecía sonreír para las fotos pero ni bien papá se alejaba otra vez me ignoraba. Yo ya había aprendido que si me sentía muy incómoda bastaba con llorar un poco y ya papá me consolaba en sus brazos. En ellos siempre me sentía segura, no necesitaba nada más. Lo mejor de todo era cuando estaban mis abuelos: ahí bastaba con hacer un pequeño quejido, casi imperceptible, para que muchos brazos se pelearan por alzarme.

Papá siempre salía temprano, mamá me decía que iba a trabajar. Pero hubo un momento en que dejó de salir. Coincidió con cuando los abuelos, los padrinos, las tías y los primos dejaron de venir a casa y nosotros dejamos de visitarlos. Todo lo que escuchaba por esos días era preocupación: algo estaba afuera, algo que asustaba mucho y que no nos dejaba salir. Se acabaron entonces los paseos en huevito, los asados multitudinarios, y los saltos de brazo en brazo. Durante varios días solo estábamos nosotros cuatro: mamá, papá, Uma y yo. Si algo malo estaba pasando afuera, claro que teníamos que quedarnos adentro y juntos.

Pero un día cuando me desperté papá ya no estaba. Lloré un rato más largo que lo común: tuve miedo de que no volviera. Mamá me explicó que había ido a trabajar. ¿Había pasado el peligro entonces? Pero los días pasaban y aunque papá salía a trabajar, las visitas de los abuelos no volvían y nosotras tres seguíamos sin salir de casa. El peligro no había pasado. ¿Por qué papá no se quedaba con nosotras entonces? Durante algunos días lloré mucho. Ya los brazos de mamá no me consolaban. A la noche, cuando lo veía llegar a papá me calmaba un poco, pero de mañana otra vez la angustia. Una de esas mañanas, en medio de uno de mis ataques de llanto, sentí una patita peluda en mi mano. Era Uma que estaba intentando consolarme. ¿A mí? ¿Entonces me quería? Me pareció sentir que me decía que todo iba a estar bien. Me pareció sentir que se había dado cuenta de que las dos somos una partecita de papá y que solo juntas, con la tercera parte que es mamá, podíamos extrañarlo un poco menos. No dejé de buscar a papá cuando me despierto. No dejé de extrañar sus brazos para consolarme. Pero tengo que reconocer que con la patita de Uma puedo empezar el día un poco más tranquila.

¿Cuándo volverán las siestas al aire libre? ¿Los encuentros con amigos? ¿Los mimos de los abuelos? ¿Las risas de todos los colores? Me gustaría preguntarle a mamá. Me gustaría poder charlar con ella cuando la veo con la mirada perdida y pensando, mientras el mate se le enfría en las manos. Pero todavía no puedo. Por ahora me limito a nuestro modo de comunicación: siento cómo le da paz abrazarme y con eso me basta. Todavía no se mucho de la vida, después de todo recién ahora aprendí a comer. Pero creo que ya entendí algo: a veces la familia es una cadena de contención. Mi día mejora con la patita de Uma; el día de mamá mejora con mi primera carcajada. ¿Y papá? Seguro tiene miedo cuando está afuera. ¿Su día mejorará cuando nos vuelve a ver? Me gusta pensar que sí.

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