Siento su respiración atrás mío, aunque no pueda verlo. Siempre tuvo ese poder sobre mí… y siempre lo dejé tenerlo. Más de una vez me hizo acelerar el paso casi sin que tuviera real noción de eso. Alguna vez también me frenó en seco, justo en el momento en que si hubiera sido solo por mí hubiera seguido adelante como un cohete.
Me da adrenalina pensar que él no sabe que estoy acá. Por primera vez en mi vida estoy tomando una decisión sin consultarle. Y sin embargo… sigo sintiendo su respiración en mi nuca ¿Quizás este sea el paso que necesito para, de una vez por todas, no sentirla más? ¿Será distinto una vez que pase esta barrera?
– Hola, vengo a ver al Dr. Chippotte.
– ¿Tenías turno?
– Sí, Verónica Gómez.
Espero sola. Con la palma de mi mano sacudo algo en mi hombro que en realidad no está ahí; es la mirada juzgadora que tantas veces lo vi lanzarme. Sé que solo la estoy imaginando, pero parece tan real… empiezo a dudar de mi salud mental.
Lo saludo al Dr. con un choque de puños y me siento enfrente de él, del otro lado de su escritorio. La silla que está al lado mío está vacía y caigo en la cuenta de que realmente me animé a venir sola.
El Dr. Chippotte llama mi atención, para mi sorpresa yo tengo la mirada perdida en ese asiento de cuerina gastada.
– Contame, Verónica, ¿qué te trae por acá?
Me sobresalto y por primera vez lo miro a los ojos. Trago saliva.
Cuando salgo del consultorio el sol me encandila. Todavía tengo las órdenes en la mano y el corazón acelerado: me animé, lo hice. Miro para todos lados como si quisiera comprobar si mi imaginación ya no lo imagina. Pero todavía lo siento ahí.
Guardo las órdenes en mi cartera y empiezo a caminar rápido, como un trombo. Alguna señora me lanza una mirada de odio, como si con eso pudiera retar a toda mi generación acelerada. Pero yo sigo caminando, quiero llegar a casa antes que él. Giro la muñeca para mirar la hora y me doy cuenta de que probablemente él ya haya llegado antes que yo. Mi corazón se acelera más todavía.
– Hola, ¿dónde estabas? Creí que hoy salías a las 6.
Los zapatos al lado del sillón, la camisa desabrochada, el porrón lleno en una mano, los pies arriba de la mesa ratona y el control en la otra mano, me dicen que no hace mucho que llegó a casa. No aleja la mirada de la tele: el zapping requiere para él la máxima atención.
– Sí, salí a las 6. Pero tenía un turno.
– ¿Sí? ¿De qué?
– Una consulta.
– ¿De?
Me meto rápido en el cuarto y cierro la puerta del baño deseando que no haya sospechado nada. Nunca fui rápida para mentir. Apoyo la oreja sobre la puerta pero no escucho ningún otro comentario. Respiro un poco más tranquila.
Nos sentamos a la mesa con el mismo pedido que hace años hacemos todos los viernes al mexicano. Tiene la boca llena de nachos con guacamole. Y entonces me lo larga:
– ¿Lo vas a hacer entonces?
Sigue masticando como quien no quiere la cosa. Pero no aleja su mirada de mí. Me quedo petrificada mirándolo, en una mano todavía tengo la fajita caliente y en la otra el tenedor.
– ¿Cómo sabías?
– Te conozco. Y no sabés mentir.
Lo tengo enfrente mío pero, no sé cómo, vuelvo a sentir su respiración en mi nuca. Mi corazón se vuelve a acelerar.
Esta vez vine con él. Su mirada juzgadora ya no es mi imaginación, es tan real que duele. Él está cruzado de piernas y cada tanto resopla. Yo gracias si puedo mantenerme sentada; mi pierna derecha se mueve frenéticamente. Tantas veces ensayé esta mañana frente al espejo «no quiero que vengas conmigo» «no quiero» «¿Y si mejor voy sola?» «¡Para qué te vas a molestar!» «¡No vengas!». Pero nada salió de mi boca.
Ya estaba listo al lado de la puerta, con su buzo canguro puesto. Me vio aparecer y salió para llamar al ascensor. No me dio tiempo de nada, y yo dejé que no me lo diera.
– Gómez, Verónica.
El Dr. Chippotte se sorprende de que esta vez haya venido acompañada. Me doy cuenta y me avergüenzo un poco. Una parte de mí siente que tiene que comerse las palabras que le dije en mi consulta anterior, en la que pretendía mostrarme independiente y segura, dos adjetivos que claramente no me definen.
Esta vez ocupamos las dos sillas y me doy cuenta de cuánto prefería ver el asiento de cuerina vacío que me daba seguridad en mí misma. En cambio veo otra vez sus piernas cruzadas, bañadas con su resoplido constante.
– ¿Tenés los estudios?
El Dr. me mira por encima de sus anteojos. Le doy los estudios y él los revisa. Después de un rato da su veredicto.
– Bueno… tenías razón. Esto es para operar.
Mariano golpea la mesa con su puño y murmura un insulto.
– Esperaba que le dijeras todo lo contrario.
– Me imaginé… pero vos no sos el que decide, ¿no? Y en realidad yo tampoco. Verónica es la única que tiene voz y voto. Después de todo, es su cuerpo.
Las dos miradas se posan sobre mí. Me doy cuenta de que empiezo a temblar. Intento contener las lágrimas.
Me cuesta entender en dónde estoy. Nunca antes me habían dado anestesia total. Siento la via en mi muñeca y huelo a desinfectante: la operación ya terminó. Lo busco con la mirada, mi cuerpo me pide que no haga movimientos demasiado bruscos. No lo encuentro. Me dijo que iba a quedarse… a regañadientes pero me lo dijo. ¿Puede ser que me haya mentido?
El Dr. Chippotte entra exultante. Se acerca y me cuenta todo con lujo de detalles, pero mi cabeza solo registra palabras aisladas. «¿Salió todo bien entonces?» «Todo perfecto. Cuando pase la anestesia te va a doler un poco. Pero vas a poder tomar antiinflamatorios.». Entonces empiezo a sentir de a poco la presión en la nariz. Intento tocarme con la mano que no tiene la via. «De a poquito… tranquila. Ya te vas a poder ver.»
Me recupero de la anestesia. Me dan el alta. Pero él sigue sin aparecer. Agarro mis cosas, firmo los papeles. Y me voy del hospital. Sola. ¿No se preocupa por saber ni siquiera cómo me desperté? ¿Cómo estoy?
Camino a casa me convenzo: merezco algo mejor. Merezco alguien que me acompañe en mis decisiones, aunque no las comparta. Y entonces me doy cuenta de que ya no siento su respiración en mi nuca. ¿Será que finalmente me deshice de esa sensación? ¿Será que tenía que dar este paso así de grande para tomar las riendas de mi vida?
Abro la puerta del departamento decidida: tenemos que hablar, esto ya no da para más.
– ¡Sorpresa!
El living del departamento está lleno de gente. Contra la pared se lee «¡Bienvenida a la nueva nariz!». Todos están felices. Levantan sus copas y me abrazan. Yo intento preservar a mi nariz de los golpes, mientras me río. Me río fuerte. Me río feliz.
Él se hace paso entre la gente hacia mí. Me abraza y me dice al oído «quizás no era el mejor día para recibir a todos… pero había que festejar tu gran paso». Le devuelvo el abrazo pensando en qué equivocada que estaba.
A veces limitamos nuestras acciones por la opinión del resto, cuando en realidad, quienes realmente nos quieren, van a saber apoyarnos sobre todo en esos momentos en los que los deseos que nacen de nuestras entrañas se hacen cada vez más fuertes. Son esos momentos en que entendemos con quién vale la pena quedarse… y con quién no.
– Fin –