Creo que la vida es un camino de autoconocimiento constante. Buscar ser mejores personas, aunque sea en cosas chiquitas, significa vivir en el mejor sentido de la palabra. Si siempre fuésemos iguales, si no aprendiéramos de nuestros errores, si nos quedáramos solo en la zona de confort con miedo a hacer algún paso en falso, no estaríamos viviendo. Apenas estaríamos sobreviviendo, y reafirmaríamos la misma versión plana de nosotros mismos.
Ayer aprendí algo que quizás muchas veces repetí pero nunca apliqué: la importancia de no dejar que lo de afuera afecte lo de adentro. Esto de no darle a otros el poder de arruinarte tu mundo interior. De no perder la alegría solo porque otro quiera absorbértela.
Ayer estaba feliz en el cumpleaños de mi hijo más grande, Joaco, celebración que vengo planeando hace fácil un mes y medio. Me gusta festejar y me gusta crearles ese espacio de festejo a los chicos, para que sepan que su llegada a este mundo fue desde el minuto cero una fiesta. Pensé en invertir en la animación porque Joaco ya está en una edad en que la disfruta. Me dejé llevar por algún buen comentario y unas fotos impresionantes en las redes; por un presupuesto detallado que parecía profesional y un listado de cosas que en mi cabeza significaban diversión asegurada para los chicos. Es cierto que Joaco ayer fue feliz, y eso es todo lo que me importa. Pero la animación fue un cero. Él no lo notó porque estaban sus amigos, sus primos, su abuela, sus tíos, su madrina, nosotros… reunió en un solo lugar a mucha gente que adora y al fin de cuentas eso es lo que siempre quiero que valoren del celebrar: el tiempo que te regala el otro. Las cosas que me dijo la animadora son irreproducibles. Mientras yo le pedía que hiciera una actividad que los incluyera a todos, ella me preguntaba si yo tenía idea de lo que era lidiar con niños (hola, mamá de 2, tía de 8, tía postiza de otros 5 chicos por lo menos) y si lo que yo quería era un regimiento militar. Me cuestionaba que no hubiera contratado más servicios con ellos y justificaba lo poco que sabía atraer a los chicos con el desinterés de ellos y el dejarlos en libertad. En el momento yo tenía dos opciones: o mandarla a freír churros, hacer una escena que Joaco siempre se acordaría como algo triste y cortar el cumpleaños antes de tiempo, o festejar como si ella no estuviera y como si la animación estuviera a mi cargo, sin amargarme por haber pagado ya el servicio completo. Y así, tomando las riendas, es que pude hacer que Joaco siguiera feliz, en armonía, disfrutando, sin exigir más a la mujer que evidentemente no podía darlo y sin amargarme por lo que ya no podía cambiar. Joaco terminó el día con una sonrisa más grande que la que tenía cuando lo empezó. Y yo entendí que esta fue solo una mala experiencia. Que gasté plata en algo que no lo valía. Pero aprendí a tomar las riendas de mis emociones.
No, no volvería a elegirlos, sin dudas. Pero nada es perfecto y todo es por algo. Yo ya sé que hoy soy más fuerte de lo que era hace unos días, porque no dejo que la actitud de otro decida mi estado de ánimo por mí ni condicione un momento importante para mi familia. Y eso ya es un montón.
¿Te pasó alguna vez algo así? Te leo.