Cuento: «Nadie más que vos»

[Este cuento forma parte de #CuentoConVosVol2, la segunda edición de la iniciativa literaria que el año pasado me llevó a publicar mi primer libro de ficción. Esta vez el disparador me lo dio @javierhach. Espero que lo disfruten.]

Sabía que no me iba a dar ni la hora, pero igual lo intenté. Por fin tenía la excusa perfecta para mostrarle que existía. Hacía semanas que venía escuchando que le faltaba la figurita del Triceratops verde brillosa. Estaba en la sección del álbum de las que eran más difíciles de encontrar. Cada día cuando llegaba del colegio buscaba entre las figuritas de mi hermano esperando encontrarla, pero nada. Si hubiera sabido que le estaba tocando su don más preciado hubiera puesto el grito en el cielo. Un día llegó la abuela con 10 sobres nuevos de figuritas de dinosaurios. El corazón me palpitaba y en un acto de generosidad que desconcertó a mi hermano le ofrecí ayudarle a abrirlos. Entonces ahí estaba. El Triceratops verde y brillante. Sabía que mi hermano ya la tenía, así que guardármela no me dio tanta culpa. A lo sumo le hacía perder una transacción valiosa que podría recuperar con alguna otra.

Era lunes y volvíamos al colegio después de un fin de semana largo. Mis manos me temblaban pero agarraban firme esa oportunidad de hacer feliz a Felipe. Así se llamaba. Moría por ver su sonrisa cuando la recibiera. Estaba ansiosa por poder mirarlo a los ojos sin tener que disimular. “¿Estás loca?”, mi amiga Lara no creía que fuese una buena idea “Vas a quedar como una regalada que está obsesionada con él. ¿Cómo vas a saber que quería esa figurita si no es porque estuviste con la oreja pegada a todas sus conversaciones?”. Lara estaba rompiendo a pedazos mi ilusión. “Hay que hacerse la interesante, eso es lo que me dice siempre mi hermana. Y ella tiene muchos novios así que sí que sabe de esto”. Lara se corrió el pelo a un costado y dio por finalizada nuestra conversación. ¿Pero qué se suponía que tenía que hacer yo, teniendo en mis manos eso que para Felipe era tan preciado? ¿Cómo hacía para hacerme “la interesante”?

Estuve todo el día imaginando situaciones. No supe nunca qué habían dicho ni en la clase de historia ni en la de geografía. Mi energía estaba puesta en cómo parecer desinteresada frente a una situación que me interesaba. Y lo que más me costaba entender era ¿por qué? ¿por qué no podía decirle a Felipe la verdad? Sí, estaba atenta a lo que él decía porque sí, me gustaba.

Llegó la hora de irse. Me puse el buzo del uniforme, la mochila y dejé la figurita en el bolsillo del jumper. La agarraba con la mano para que no se me escapara. Esa excusa para hablarle todavía me daba ilusión. Él salió de la clase con su grupo de amigos, pero volvió sobre sus pasos para buscar la bufanda que se había olvidado en el banco. “Es el momento” pensé. Y solo quise darle felicidad y mirarlo a los ojos. Ya no me importaba parecer interesante. Lo frené. Lo miré. Me miró sorprendido. “¿Todo bien, Pau?”. Saqué la mano de mi bolsillo y le acerqué la figurita. Ver su cara transformarse de alegría fue todavía más hermoso de lo que me había imaginado. Me miró sorprendido. Dos miradas había ligado, esto era la gloria. Titubeó un “gracias” mientras trataba de entender cómo yo sabía lo que él necesitaba y cómo la había conseguido. Y entonces me fui. Ya no necesitaba nada más.

Al otro día tenía una carta en mi banco. Solo decía “Gracias” y había un garabato que pretendía imitar al Triceratops. Le respondí. Me respondió. Y así empezamos a escribirnos todos los días. Ir al colegio tenía otro condimento ahora que sabía que podía encontrarme siempre con una carta de él. Nuestras cartas se cruzaron durante 4 años, nadie de la clase podía darse cuenta de todo lo que en realidad sabíamos el uno del otro. En los recreos cada uno estaba con sus amigos y apenas si nos animábamos a mirarnos de reojo.

Pero llegó la adolescencia y con ella los asaltos. Las cartas dejaron de fluir, pero las miradas de reojo empezaron a acompañarse por manos que se rozaban al pasar y encuentro “casuales” en algún rincón del living de la casa de turno. Cuando nos quisimos dar cuenta, solo íbamos a las fiestas para vernos. 

Nos la pasábamos hablando hasta cualquier hora y éramos siempre los últimos en irnos. Un día nos animamos y finalmente nos dimos el primer beso. Esa noche no me pude dormir de la emoción. El segundo llegó en un recreo, a escondidas, para que ningún adulto viniera a retarnos. El tercero ya fue a la salida del colegio, la primera vez que me acompañó a mi casa. Una vez me invitó a merendar a la suya. Entonces vi su álbum de figuritas de dinosaurios completo y guardado como una reliquia. “¿Nunca canjeaste el premio?”. Se sonrojó. “Para canjearlo tenía que entregar el álbum… y no quería deshacerme de ese recuerdo”.

Los últimos años de la secundaria fueron un idilio, sólo gracias a él. Cada uno iba descubriendo las cosas que le gustaba hacer de la mano del otro. Nos acompañábamos a partidos de distintos deportes, a reuniones con distintos amigos, a talleres de distintas cosas. Finalmente elegimos dos carreras completamente diferentes y, para mi sorpresa, en lugares distintos del mundo: Felipe estaba decidido a irse a estudiar cine a Los Ángeles. Tenía un tío que vivía allá y que lo ayudaría a hacer su sueño realidad. ¿Y nuestro sueño de estar juntos para siempre? Yo no quería irme, él no quería quedarse pero nada se interpondría entre nosotros… o eso pensamos.

La relación a distancia a los 19 años es demasiado difícil de sobrellevar. Una videollamada inundada en llanto daría toda la historia por finalizada. De golpe me encontré sola de verdad, ya no solo físicamente, sino que también se habían ido los mensajes a toda hora y las largas llamadas antes de dormir. Lo más difícil de ese tiempo fue entender quién era yo sin él.

Los dos cortamos por lo sano, seguir en contacto no era una opción para ninguno. Pero cada tanto algún like en Instagram o alguna reacción a alguna historia nos hacía entender que estábamos todavía muy pendientes del otro.

Yo veía las fotos de sus éxitos en Los Ángeles y se me estrujaba un poco el corazón. Me ponía feliz por él, pero sabía que cada vez estaba más lejos de volver. En algún momento le perdí el rastro, por fin había llegado el tiempo de estar en una relación que no me dejara lugar para pensar en él. Y fue entonces cuando un día, saliendo de la oficina, me encontré de golpe con esos ojos celestes. Yo que pensaba que su efecto en mí ya había caducado pero ellos, muy impertinentes, volvieron a hipnotizarme. “¡Hola!” mi sorpresa lo sorprendió. Me había desprendido de él hasta tal punto que ni siquiera había visto sus múltiples posts sobre su llegada a Buenos Aires. “Quiero invitarte a comer”. No pretendía ser desinteresado, sus intenciones eran claras. Dudé. Ir a cenar con alguien que fue tu ex no es algo que entusiasme mucho a un novio. Pero no podía decirle que no.

“¿Te vas a quedar?” le pregunté mientras me devoraba la panera con ansiedad. Me agarró de la mano sin dejar de mirarme a los ojos. “En estos años descubrí algo muy importante: quiero estar donde estés vos”. Las piernas se me aflojaron. Ya no era un like alejado, era una propuesta concreta. “Vos sos mi primer y único amor. La página de esta historia nunca se dio vuelta del todo”. 

En mi cabeza los pensamientos se sucedían demasiado rápido. Él lo decía tan claro y yo nunca había podido admitirme que en realidad era tal como él lo decía: yo pensaba que esa última página ya había quedado atrás pero en realidad volvía siempre a ella. Me sentía libre por pensar que podía por primera vez reconocerlo. Pero una cosa era hacerlo conmigo, y otro blanquearlo con ese novio que pacientemente me estaba esperando en mi departamento, ese con el que él soñaba que algún día fuese nuestro. Felipe se me quedó mirando como analizando la sucesión de mis pensamientos. “¿Qué me decís? ¿Llego demasiado tarde?”.

Siempre había barajado la idea de que mi empresa me trasladara a Los Ángeles. Pero cada vez que pensaba que él allá estaba haciendo su vida, sin mí, volvía para atrás en mis ideas. Ahora era real: él también se había quedado prendido de nuestra historia. El primer paso era sincerarme con aquel que había sido mi compañero el último tiempo. “Vas a encontrar a quien sea lo que Felipe es para mí” quería decirle, porque nosotros no estábamos destinados a estar juntos y creo que él lo sabía aunque no lo sintiera así. Pero no le dije nada, no lo entendería. Me limité a abrazarlo y a agradecerle por todos los momentos que nos habíamos regalado mutuamente.

Y entonces sí. Ahora que mi cabeza estaba más libre podía contarle a Felipe mi idea. Volvió el idilio de antes en el que todo encajaba perfectamente, sin esfuerzo. No me había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que lo había extrañado. Al otro día junté fuerzas y le hice pedido a mi jefe, ese al que jamás le había pedido ni siquiera un día extra de vacaciones. Deseaba con todas las fuerzas que me dijera que sí, que podía viajar con Felipe y seguir trabajando desde allá. Pero todavía no tenía la antigüedad necesaria para pedir un pase de esas características y con mucho pesar tuve un rotundo no. “No, por ahora”.

Pero esperamos. Felipe volvió a Buenos Aires el tiempo que yo necesité para afianzar mi puesto de trabajo. Convivimos por primera vez y descubrimos que nuestras personalidades adultas congeniaban tan bien como cuando éramos chicos. Y finalmente llegó el día en que el “sí” se hizo presente. Juntamos todas mis cosas y nos fuimos para Los Ángeles. Al poco tiempo llegarían nuestros primeros bebés: Theo en mi panza y el primer largometraje de Felipe en un círculo independiente pero importante. Todos esos años de distancia Felipe había estado trabajando en inmortalizar nuestra historia de amor. El póster de ese largo, la primera eco de Theo y la figurita del tricéraptos son los únicos cuadros que tenemos colgados en nuestro living y que nos recuerdan que nuestro “nosotros” nunca dejó de existir. Solo quedó latente el tiempo que fue necesario para que creciéramos por separado y nos fortaleciéramos juntos esa hermosa noche que nos volvimos a encontrar.

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