La literatura se abre camino

Me acuerdo de esa primera vez en que usé Google. Tenía que hacer una investigación para un trabajo de examen final del colegio y quien era entonces novio de mi hermana, 4 años mayor, me abrió un mundo. Me contó que existía un sitio web en el que se podía buscar todo lo que uno quisiera. En ese momento, nosotros íbamos a una escuela italiana, y el sitio que me presentó fue “www.google.it”. El trabajo tenía que ser en ese idioma así que lo ideal era que la búsqueda también lo fuera. Por mucho tiempo creí que el “.it” era el dominio universal. No sé cuánto pero tardé en usar el “.com” o el “.com.ar”. 

Antes de eso ya tenía contacto con el hotmail y el msn. Me acuerdo también del día en que me hice el ICQ. Fue una amiga de mi hermano la que me enseñó a hacerlo. Amiga que conocí mucho tiempo después, pero esa es otra historia.

El caso es que todavía me acuerdo de cómo pensaba cada frase que ponía en el mensaje de away de ICQ. Se suponía que uno debía poner qué estaba haciendo, a dónde se había ido, cuándo volvería. Pero a mí me gustaba poner frases de canciones, dedicárselas secretamente a alguien y que el susodicho adivinara que eran para él. Durante un tiempo, por un chiste con mi amiga Vicky, mi username era “La Pava que pavea”. Nunca me había percatado del doble sentido que eso tenía… así de peligroso es Internet para los preadolescentes. El nickname venía de una publicidad “La llama que llama” y por ese entonces nos parecía gracioso decir que estábamos “al pedo” o “paveando”. Y de ahí la pava. 

MSN fue otro mundo durante mucho tiempo. Ahí no podía pensar tanto en los mensajes del away, pero sí en los nicknames. Ponia frases de canciones o citas de libros adornadas con garabatos. Cuando no ponía nada, cuando mi nickname era sobrio, es que algo estaba pasando y quienes me conocían lo sabían. 

Chatear. Qué cosa extraña. Tener que conectarte sí o sí a la computadora para comunicarte con mensajes instantáneos con otra persona. Hoy todo está literalmente al alcance de la mano. Pero en ese momento había otras variables a considerar. Que la computadora no estuviera ocupada por otro miembro de la familia, que internet no se trabara y el condimento final, que la persona que te gustaba se hubiera conectado. Quizás era esperar horas y horas e irse a dormir con el sabor amargo de no haber podido hablar. O quizás, aún peor, era verlo conectado y que no te hablara o hablarle y que no te respondiera aunque estuviera online. Había cierta mística en todo ese intercambio. Sin dudas entablar una conversación era más fácil para los adolescentes de mi generación que para los de las generaciones anteriores. Empezábamos de a poco a descubrir los beneficios (y los peligros) de tener al fin de cuentas una identidad reservada. O de usar como escudo una pantalla.

Siempre pienso que si hubiera tenido Facebook cuando era adolescente hubiera sido un desastre. Por ese entonces no dimensionaba muchas cosas y, aún con las pocas herramientas digitales que había, bastante me expuse a situaciones difíciles. Ni me quiero imaginar si ese universo ya hubiera existido. Ni tampoco puedo pensar en lo difícil que debe ser para los adolescentes de hoy lidiar con el cyberbulling y diferenciar la realidad de la virtualidad. Pero en el momento de la vida en que me llegó Facebook me permitió para expresar mis ideas por primera vez. Para escribir y lanzarlo al universo.

Un día llegó Instagram. Me acuerdo de la primera foto que subí. Los filtros me parecieron increíbles. Pero todavía no entendía por qué era mejor que Facebook si había tantas cosas que no te dejaba hacer: por ejemplo, compartir links. Repostear en el propio “feed” sigue siendo algo poco orgánico (hay que tener otra app y a veces no funciona bien). Pero también hay otra cosa con la que pensé que no iba a congeniar. En el Instagram importa más la foto que el texto. Al menos así era en un primer momento. 

Nunca hubiera pensado que llegaría el día en que tendría lo que yo llamo un “Instagram literario”. Todavía no me amigo con la palabra blog, porque me hace acordar a los blogposts de hace 10 años, pero quizás esa sea la palabra más apropiada para describir mi cuenta. El caso es que hoy sí importan las palabras. Me encanta pensar que de alguna forma fueron ganando terreno. Hoy somos muchos los que contamos historias en esta plataforma que estaba pensada originariamente solo para mostrar imágenes. ¿No creen que es una hermosa metáfora de cómo la literatura se hace lugar, sin importar el medio en le que se encuentre o lo que tenga delante? Eso va para los que piensan que los días de los libros están contados. Mientras haya lectores que se adapten a las nuevas plataformas, también seremos los escritores los que llevaremos de la mano a la literatura por todos los caminos nuevos que se nos presenten.

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