[Este cuento forma parte de mi iniciativa #ContemosJuntos. El viernes pasado @sonia.llano_, @mercedessantangelo y @santi_pochat respondieron las 3 preguntas en mis historias que dieron lugar a este relato. Sonia eligió el nombre del personaje principal, Mer el sentimiento que lo mueve y Pocha la palabra clave del título. Esta semana va contado en tres partes. ¡Que lo disfruten!]
Un día descubrí las alcaparras. Es la típica comida de rico: chiquita, rica y cara. No iba a gastar yo lo que no tenía por algo minúsculo que no me duraba ni dos segundos en la boca. Cuanto más pastoso mejor para comer. O, mejor dicho, para engañar al estómago y hacerle creer que estás comiendo más de lo que en realidad tenés en la boca.
Pero un día me las regalaron y las descubrí. La primera me la tragué de una vez. A la segunda la rompí con los dientes y el juguito me hizo sentir que tenía fuegos artificiales de sabores dentro de la boca. No quise comerme la tercera tan rápido. No sabía cuándo iba a poder volver a probar algo tan rico. Pero tampoco es fácil guardarla. Así que intenté que todos mis sentidos estuvieran bien alerta para no olvidarme de ese momento. De esa última alcaparra que iba a saborear.
En eso estaba cuando Luisa me llamó a los gritos. «¡Diego, el nene, Diego, el nene!» no le salían las palabras. Cuando me acerqué Fernandito estaba azul. Se estaba atragantando y Luisa no tenía ni idea de qué hacer. Yo tampoco. Lo levanté de la silla y le di palmada en la espalda, pero no había forma de sacarle el pedazo de manzana que se le había quedado a mitad de camino. Le pregunté si podía escupir pero no podía ni responderme. No se cómo, no sé qué pasó, pero finalmente el pedazo salió y todos respiramos en paz. Fueron unos pocos segundos en que la desesperación se nos vino encima pero bastaron para agradecer a la vida cuando todo volvió a la normalidad. Cuando me quise dar cuenta, había tragado la última alcaparra sin prácticamente notarlo. Sentí cierta nostalgia.
Ese día me lo tenía que llevar a Fernandito conmigo a trabajar. Luisa se había quedado tan shockeada que no lo quería soltar. Yo estaba contento de poder tenerlo cerca, después del susto que nos habíamos pegado pensando que algo malo podía pasarle.
Nos tocó ir a una casa muy grande de una familia muy chica. Casi que había dos ambientes para cada uno. Lo primero que pensé fue cuántas alcaparras podrían comer ellos en esa cocina gigante y llena de cosas. Había conocido casas grandes antes y nunca se me había ocurrido pensar algo así. Pero ahora que había descubierto esas bolitas tan caras como exquisitas, poder comprarlas se estaba convirtiendo en una obsesión. No sentía que me faltara nada, al fin de cuentas tenía salud y trabajo, y mi familia estaba bien. Pero por un momento pensé en cómo sería no tener que privarse de nada. Justo cuando se me estaba haciendo agua la boca pensando en esas alcaparras ahí lo vi, al dueño de casa. Despreocupado con su camisa a medio cerrar. Solo, tomado un jugo de naranja frente a una mesa de desayuno que parecía armada para un batallón en su cocina impoluta mientras chequeaba algo en un celular que claramente andaba a toda velocidad. Me miró y lo miré. ¿Cómo sería ser él? ¿Sentiría fuegos artificiales de sabores todos los días de su vida?
Fernandito me tironeaba de la mano. Yo me había quedado petrificado en la cocina, pero no era ahí donde teníamos que trabajar. Cuando me di cuenta de mi impertinencia le pedí disculpas al dueño de la casa y seguí de largo. Me respondió solo con una mueca cálida. ¿Qué problema podía tener él? Pensé. Sin orgullo, sentí envidia.
El trabajo que teníamos que hacer era en el living. Costó un poco más de lo que creímos porque la pared no era de durlock como pensábamos. Fernandito, tan chiquito y tan inteligente, ya iba aprendiendo los detalles del oficio. No lo voy a negar: se me cae la baba cuando lo veo comprometido con el trabajo que tenemos que hacer. A veces tengo miedo de que pierda su infancia por acompañarme a mí. Cuando veo cómo se le van los ojos en los nenes que están jugando en las casas a las que vamos a trabajar, se me retuerce un poco el corazón. Me gustaría decirle que vaya con ellos. Me gustaría que él también pudiera estar tranquilo en casa jugando. Pero entiendo que no es lo que a nosotros nos tocó vivir, y me conformo pensando que igualmente, con mi ejemplo, le estoy enseñando otras cosas. Como por ejemplo esto, el oficio, el trabajo.
La señora de la casa resoplaba al lado nuestro mientras trabajábamos. Se ve que pensaba que nos convenía estar ahí mucho tiempo, como si no hubiese sido mejor para nosotros poder tomar otro trabajo en otro lado y volver, aunque sea ese día, con más plata a casa. Igualmente cuando terminamos de trabajar me animé a pedirle un vaso de agua. No tanto por mí, pero más que nada por Fernandito. Veía que estaba transpirando y sabía que nunca se iba a animar a pedirlo él. En eso lo estábamos educando bien.
Volvimos a la cocina impoluta. El señor de la casa casi que no había tocado su desayuno. Un estruendo salió de mi panza; y es que las 3 alcaparras de la mañana no habían servido para saciar el hambre. Me hubiera abalanzado a la mesa si hubiera podido y otra vez sentí envidia; pero también orgullo de que mi hijo, siendo tan chico, no hiciera ninguna impertinencia de ese estilo. ¿Es que quizás se había quedado mal por haberse atragantado más temprano? Me dieron escalofríos pensar en el miedo que había tenido de que le pasara algo.
Estábamos terminando el vaso de agua cuando la señora de la casa trajo a la nena de los pelos. Sí, de los pelos. Fernandito y yo nos quedamos helados. Con un grito la sentó en la mesa. Al parecer hacía días que le daba problemas para comer. Atrás venía una señora con uniforme de limpieza. Se ve que ella también la había ligado por no poder controlar a la nena. Entre las tres estaban montando un show, pero el hombre de la casa no parecía estar en el mismo ambiente que ellas aunque las tuviera a solo centímetros de distancia. De golpe los fuegos artificiales de sabores ya no me parecieron tan buen negocio. La compasión por esa familia barrió la envidia que había sentido antes.
Lo miré a Fernandito que estaba con los ojos bien abiertos mientras escuchaba el concierto de gritos. Lo conozco tanto que casi me imaginé lo que debía estar pensando: «¿Todo ese problema por comer?». Y es que los que siempre tienen la panza, la heladera, la mesa y las alacenas llenas no saben lo que es realmente que comer sea un problema. Me compadecí por ese hombre de la casa que más bien era una estatua en su propio hogar. No solo no intervenía, ni mediaba, ni conciliaba, sino que además parecía no sentir absolutamente nada. ¡Qué triste debe ser no sentir! Pensé. Tantas veces me había evadido para no pensar en los días más difíciles, que lo único que me quedaba era lo que tenía adentro. Sin eso no hubiera podido hacer ni ser nada.
Le toqué el hombro a Fernandito para que supiera que estaba ahí, sintiendo lo que él sentía: compasión por una familia que aún teniendo todo resuelto, estaba hecha trizas. Los canales de comunicación eran los gritos o el silencio. ¿Qué de bueno podía salir de eso?
Si no hubiera sido porque todavía no habíamos cobrado, me hubiera ido rápido de ahí, de esa misma cocina que un rato antes me había obnubilado. La señora de la casa entre tanta histeria se percató de nuestra presencia y le dio a la mujer con el uniforme la orden de que nos abriera la puerta. «Señora…» quise decirle «Sí sí» me respondió de mal modo «Ella les va a pagar». Qué difícil debe ser un trabajo en el que parte de él sea convivir con tanta violencia. La compasión se trasladó a esa pobre mujer que juntaba los billetes que no eran de ella para pagar un arreglo que no le incumbía.
Cuando nos fuimos de ahí lo abracé a Fernandito. Ya me había olvidado de las alcaparras y no tenía intención de pensar en las cosas de las que me estaba privando. Esas bolitas de sabores nuevos me habían hecho perder el foco. Quizás serían mis últimas alcaparras pero ya no me importaba. No veía la hora de salir de ese loquero y de volver a nuestra casa, en la que hay menos ambientes que personas, pero donde los valores, lejos de escasear, se multiplican.