Cuento: «El por qué de su traición»

[Este cuento forma parte de mi iniciativa #ContemosJuntos. El nombre del personaje principal me lo dijo @ceelanfi, el sentimiento que lo mueve me lo sopló @eltiempoentrelecturas y la palabra clave del título la aportó @karenberniger. Según una encuesta que hice hace unos días en mis historias, la mitad de los lectores prefiere leer los cuentos por entregas y la otra mitad de un tirón. Así que voy a ir alternando las dos formas de publicarlo. Hoy toca de un tirón. Empieza acá y sigue en los comentarios. ¡Que lo disfruten!] 

«No hay problema, yo me ocupo» Alan enunció estas palabras apretando bien fuerte los dientes. Su lenguaje corporal quería decir lo contrario a lo que estaba diciendo. Pero no le quedaba otra que guardarse todo lo que en realidad sentía.

Salió del departamento con un portazo. El frío de afuera se coló por su buzo y con un rápido ademán cerró su campera. También tenía que ser rápido en sus pasos a seguir: la situación se le había ido de las manos y no había mucho margen de tiempo para actuar.

Alan siguió caminando a toda velocidad. Sus manos ya estaban heladas, había intentado calentarlas en los bolsillos pero nada había funcionado. Estaba apurado, estaba abrumado. Su cuerpo le pedía a gritos un café caliente, pero otra vez iba a tener que dejar de lado lo que de verdad quería hacer. «No hay tiempo para nada» se dijo en voz alta, y siguió caminando.

Alan llegó a la puerta del edificio y por primera vez detuvo la marcha. Se quedó mirando esa entrada que tantas veces había atravesado feliz. El solo verla siempre le había traído paz. Significaba que le quedaban lindos momentos por delante. En cambio ahora la veía gris. Todo en ella le daba angustia. ¿Cómo es posible que nuestro ánimo sea tan poderoso y capaz de cambiar por completo las cosas que miramos? Alan respiró hondo y entró.

Subió por las escaleras. Aunque estaba apurado sabía que después de lo que tenía que llevar adelante nada iba a volver a ser igual. Una parte de él quería retrasar ese momento.

Apretó los dientes una vez más antes de tocar el timbre. En algún momento su cuerpo le iba a pasar factura por todo lo que se estaba guardando, pensó. Sara abrió la puerta con aire despreocupado. Todavía estaba en piyama y tenía en la mano su taza de café. «Hola gordo» le dijo sin mirarlo a los ojos y apartándose rápido de la puerta para volver a la mesa del comedor diario a seguir desayunando «¿Qué pasó que no usaste tus lleves?». Alan se quedó petrificado en la puerta. Por un momento hubiera querido él también sentir que todo era igual que antes, pero le era imposible dejar de lado el saber que ya no era así. «¿Qué hacés ahí parado? Dale entrá que hace frío». Alan entró y cerró la puerta.

«Hace cuánto que lo sabés» le dijo a Sara cuando juntó fuerzas. Sara apoyó la taza en la mesa y lo miró un largo rato. «No hace tanto como vos creés» le contestó. «Cuánto» insistió Alan. Sara apartó la vista «Dos meses». Alan golpeó su puño contra la pared de la cocina «Eso es una eternidad». «Andáte si querés, ahí está la puerta» le dijo Sara con frialdad. Alan la miró desencajado «¿Pero es que nada de todo esto fue real?». Los ojos se le empezaron a poner cada vez más rojos. «No tengo por qué responderte eso, ni nada en realidad. Yo a vos no te debo nada.» Dejó el desayuno por la mitad y se encerró en el cuarto.

Alan salió del departamento sabiendo que nunca más iba a volver a pisarlo. La nostalgia con la que se había quedado mirando la entrada del edificio había desaparecido empujada por la bronca. Ya ahí no quedaba nada. Ya no había nada por hacer.

Salió otra vez a la calle, apurado, con frío y con un enojo que cada vez iba más en aumento. ¿Acaso tenía que quedarse con los brazos cruzados? Algo adentro le generaba una impaciencia que no podía controlar. ¿Así se sentía la sed de venganza?

Alan llegó a la casa de Antonia. Era claro que no podía quedarse sin hacer nada. «Tenemos que hablar» le dijo a Antonia mientras entraba a la casa sin esperar a que ella lo hiciera pasar. Una vez que se sentaron a la mesa Alan tomaría su tan ansiada taza de café. Y así sin más escupiría todo lo que le quería decir a la esposa de su hermano. Cuánto había dudado él antes de casarse con ella. La verdad de por qué había tardado tanto en llegar al altar. La verdad de lo que hacía las noches en que llegaba tan tarde a la casa. Lo mucho que odiaba la idea de ser papá. Y finalmente: lo mucho que le gustaba estar con otras mujeres. Antonia se iba de a poco rompiendo a pedazos. «¿Por qué?» le preguntó cuando Alan terminó de hablar «¿Por qué me lastimás así?». Los ojos de Alan seguían rojos de furia «Por venganza». Cuando Antonia cerró la puerta detrás de él, Alan se dio cuenta, con gran desilusión, de que no sentúa la satisfacción que pensó que iba a sentir. Es más, ahora tenía que sumarle a su enojo su sentimiento de culpa. Su hermano había destrozado su familia, él había querido hacer lo mismo con la suya.

Ahora sí que no tenía a dónde ir. Alan caminó sin apuro. De a poco se fue despidiendo de su vieja vida. Sabía que todo lo que había hecho lo había traído a ese momento bisagra. Repasó su accionar de los últimos años y se dio cuenta de que siempre había actuado por los motivos incorrectos. No fue el amor lo que lo llevó a Sara, sino el miedo a estar solo. No fue la insatisfacción lo que lo llevó a engañarla, sino la necesidad de sentirse poderoso. No fue la culpa lo que lo llevó a contarle a su hermano sus infidelidades, sino la intención de mostrarle que él también era capaz de engañar, como si eso tuviera algún mérito. ¿Por qué vengarse de su hermano si ni siquiera la bronca que sentía en ese momento era por perderla a Sara sino por sentirse traicionado? La veganza no solo no le devolvía el poder confiar en su hermano, sino que destruiría para siempre su relación.

En eso estaba cuando sintió vibrar su teléfono. Del otro lado Antonia «La verdad es que muchas de las cosas que me dijiste hoy ya las sabía aunque solo creyera que las sospechaba. Acá no pasó nada. Vos no viste mi corazón destrozarse ni yo te vi a vos incinerar a tu hermano. Esto queda acá.».

Alan se tiró en su cama y miró el techo por un largo rato. Sin haberlo pedido se le estaba dando una segunda oportunidad. Pensó entonces en que nunca más querría andar de nuevo ciego por la venganza. Que a partir de ahora iba a tener siempre los ojos bien abiertos. Había tocado fondo y era momento de salir adelante.

El cansancio lo desmayó y al otro día Alan sintió que se despertaba siendo otro. Limpió todo su departamento. Sacó todo lo que no le daba ningún sentimiento positivo. Salió decidido a moverse, a partir de entonces, por sentimientos que le hicieran bien. «Hola, soy Cecilia. ¿En qué puedo ayudarte?». Alan sintió un flechazo y por primera vez creía que lo que lo movía era un auténtico placer. Ese era entonces el camino. «Podrías empezar por darme tu número». Cecilia se sonrojó y Alan respiró profundo. Una nueva etapa en su vida estaba por empezar.

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