Cuento: «Ni tuyo, ni mío: nuestro»

[Este cuento forma parte de mi iniciativa literaria #ContemosJuntos. El nombre de la protagonista me lo dijo Mercedes Pochat, aquello que la mueve Sebastián Saezy la palabra clave del título Verónica Pousada].

Luna bajó las escaleras a toda velocidad, mirando de manera alternada para atrás y para adelante. Y es que no quería ser alcanzada, pero tampoco quería tropezarse en ese callejón oscuro y desierto.

Cuando por fin terminó de bajar los escalones, instintivamente giró a la derecha. Siguió corriendo por la calle desierta, mientras que los faroles proyectaban su sombra en las paredes de ese nuevo callejón. La ciudad, por la que tantas veces había paseado de manera despreocupada, ahora se transformaba para ella en un laberinto casi sin salida.

Después de un largo rato, Luna sintió que estaba dando círculos por las calles desiertas. Ya segura de que nadie la seguía, desaceleró la marcha y empezó a caminar. La agitación le duraría un rato más. Cuando pensó que definitivamente estaba perdida, un murmullo la trajo en sí. Siguió el origen del sonido con la mirada y descubrió en el horizonte varios puntos de luces pasteles que estaban colgadas como guirnaldas. A medida que se fue acercando vio que el murmullo respondía a varios grupos de personas sentadas en distintas mesas. Se trataba de un patio de comidas al aire libre en el que convergían varias calles chiquitas. Luna respiró aliviada. Antes de salir del último callejón que la había llevado hasta ahí, se acomodó la ropa y el pelo para disimular cuánto había estado corriendo en las últimas horas. Salió del callejón y se mezcló disimuladamente entre la gente. Quiso divisar rápido alguna calle principal, u otra calle más iluminada y concurrida que la conectara con otra parte de la ciudad, esa que tenía en su cabeza, llena de gente y de movimiento. Pero le costó encontrarla. A su alrededor veía a todo el mundo despreocupado y alegre. No parecían darse cuenta de que estaban en el medio de un laberinto. ¿O sería que en realidad no lo estaban y había sido todo producto de su imaginación?

Luna no tenía ganas de interactuar con nadie, solo quería desaparecer de ahí. Pero sin la más mínima idea de cómo hacerlo, juntó coraje y le preguntó a uno de los mozos que estaba parado observando con atención el movimiento de sus mesas. «Disculpe» le dijo en un francés muy malo. Luna no supo si fue por su acento o por simple indiferencia, pero el mozo ni siquiera se giró para mirarla. Cuando Luna apoyó su mano en el hombro de él para reforzar su llamado, el mozo se sobresaltó. «¿Cómo hago para salir de acá?». Luna había practicado la pregunta en su cabeza porque tenía toda la intención de no sonar dramática. Pero, al final su estado de ánimo la había traicionado: esa era la única forma en que podía preguntarlo.

El mozo la miró de arriba a abajo antes de responderle. Finalmente, con un brusco movimiento del brazo, señaló una de las pequeñas calles que desembocaban en el patio. Lo único que la diferenciaba de las demás era un gran farol en la entrada. Luna se alegró de que el mozo no quisiera darle más charla, y fue directo a la dirección señalada.

Era verdad: en esa calle que parecía una más estaba la salida. A mitad de cuadra Luna encontró vidrieras iluminadas. Tener a su alrededor otras luces que no fueran solamente las lúgubres de los faroles la alivió. Aunque todos los negocios estaban cerrados, mostraban que con la luz del sol ahí había vida. Muy distinto a lo que Luna había visto en ese laberinto por el que había estado girando durante casi toda la noche. Las vidrieras chiquitas dieron lugar a vidrieras más grandes. Una mujer, elegantemente arreglada, pasó por al lado de Luna mientras sus tacos marcaban los pasos en la calle. Una pareja joven que caminaban en dirección contraria se cruzó con ella. De a poco más y más personas la rodeaban. Cuando Luna se quiso dar cuenta ya había llegado al centro de la ciudad: ahora sí podía respirar aliviada.

Fue como si la brújula que había tenido averiada hasta entonces se hubiera recuperado. Reconoció cada rincón de ese lugar y supo perfectamente para dónde tenía que dirigirse. Mientras iba caminando hacia el hotel que la había estado alojando los últimas dos semanas, Luna parecía una más. Atrás había quedado la persecución, la oscuridad y el miedo.

Entró a la habitación de hotel y se desplomó en la cama. Ya no era como el primer día, en el que se preocupaba por estar limpia antes de tocar nada. Ahora solo le importaba estar a salvo y a resguardo. Cuando recuperó un poco las fuerzas pensó que era el momento de darse una ducha antes de acostarse. Pero un golpe en la puerta interrumpió sus planes. El miedo volvió a aparecer y con él la agitación de Luna. Otra vez se sintió perseguida en la oscuridad.

«¿Cuánto tiempo más pensabas que podías escaparte?». Se escuchó del otro lado de la puerta. Luna se asomó a la mirilla y comprobó que era él. «¿Cómo entraste?» «No hay nada más fácil que sortear el vestíbulo de un petit hotel parisino» respondió. Luna temblaba de miedo pero hizo su mayor esfuerzo por no demostrarlo. «Estás perdiendo el tiempo, no te voy a decir lo que esperás que te diga». Mientras terminaba de pronunciar las palabras se sorprendía a ella misma por su firmeza. «Vos sabés que ella y yo somos el uno para el otro». «Yo solo sé que ella confió en mí, y que fue muy específica con lo que quería… y con lo que no quería». Después de una pausa, en la que Luna estuvo a punto de abrir la puerta para ver si seguía ahí, él casi susurró «Es que no puedo más sin ella». Se dejó caer apoyado sobre la puerta y por primera vez Luna sintió lástima. Pero ni aún ese rapto de empatía la haría cambiar de opinión. Para ella eran cosas que corrían por carriles opuestos.

Escuchó los pasos que se alejaban. Pensó que quizás su determinación había sido la frutilla que necesitaba el postre de la separación que había emprendido su amiga cuando decidió viajar a Paris una semana antes de casarse con él. Esperó un rato más para asegurarse de que se hubiera ido del todo y salió a la puerta para chequearlo con sus propios ojos. Recién entonces se animó a llamarla.

«¿Dónde estabas? Te esperamos por horas en Le Basile». Le dijo Ana cuando la atendió. «Me crucé con Manuel». Un silencio inundó la llamada. «¿Y qué pasó?». «Hice todo lo posible para que no me viera, no quería que me preguntara dónde estabas porque sabés que soy muy mala para mentir. Y jamás te hubiera mandado al frente. Pensé que había exagerado porque empecé a correr como en una película mala de acción. Pero llegó un momento en que ni sabía en donde estaba. Creo que tampoco soy muy buena en eso porque llegó hasta mi habitación de hotel.» Otro silencio «Ya se fue. Creo que esta vez sí entendió». Ana solo pudo decir «Gracias». Un nudo se había adueñado de su garganta. Luna supuso que era por el shock de saber que, después de varios meses de haber desaparecido sin dejar rastro, ahora estaban en la misma ciudad. «Mi pasado me persigue, lo voy a buscar. Tengo que darle una explicación». Luna sintió cierto alivio por no tener que seguir siendo un escudo de su amiga. Pero a la vez no pudo con su genio «Yo te acompaño. Todo lo que vivimos las dos no es ni tuyo, ni mío. Es nuestro.» Ana quiso decir «Gracias» de nuevo pero esta vez no le salió la voz.

No fue fácil dar con Manuel. Ana y Luna le escribieron a todos los familiares y amigos que pudieron, pero ya todo su entorno se había enterado de que no solo había viajado a París para verla a Ana, sino que cuando había intentado contactarla a través de Luna había tenido que perseguirla durante toda la ciudad como un delincuente. Todos los que lo querían preferían que se volviera a casa sin seguir rebajándose con esa mujer que lo había abandonado en el altar. Pero fue la hermana la que logró entender cuánto Manuel y Ana necesitaban tener un cierre.

Ana y Luna fueron hasta La Basile y se sentaron en una mesa cerca de la ventana. Un rato después llegó Manuel «Trajiste a tu perrito faldero» le dijo a Ana mirándola a Luna casi con odio. «Más bien mi persona más leal» respondió ella y le apretó fuerte la mano a su amiga. «Creo que deberíamos hablar a solas» dijo Manuel con firmeza, antes de sentarse en la mesa. Con una mirada Luna entendió que Ana estaría dispuesta a hacerlo. «Cualquier cosa, estoy cerca». Luna salió a caminar por las calles cerca del bar mientras esperaba a que su amiga tuviera con su ex novio una de las conversaciones más difíciles de su vida. ¿Cómo decirle que lo abandonó justo una semana antes de casarse porque recién entonces se había dado cuenta de que él nunca le había sido fiel? ¿Cómo contarle cuánto le costó confrontarlo, lo humillada que se sintió cuando recibió ese llamado anónimo y cómo la historia de las infidelidades de sus padres y de la destrucción de su propia familia se le habían aparecido en la cabeza como diapositivas de los momentos más dolorosos de su vida? A Ana nunca le había gustado pelear. Y nunca había sido desconfiada. Las revelaciones de esos momentos previos a su casamiento la habían enfrentado con todo lo que ella no quería ser ni era. Por eso no le quedó otra que irse bien lejos. Y la única de su entorno que sabía dónde estaba, era Luna.

Cuando Ana desapareció con un casamiento ya pago, las personas invitadas y los regalos comprados, Luna vivió días de mucho hostigamiento. Nadie podía entender que supiera el paradero de Ana y que no lo dijera. Ni siquiera con su pareja de entonces compartió esa información: su amiga había sido muy clara y el que no quisiera entender su lealtad, que se fuera. Así ella también se había quedado soltera. Después de meses de haber pasado situaciones de mucho estrés, Luna decidió ir a ver a su amiga en París. Sentía que se necesitaban mutuamente. Nunca pensó el extremo al que había llegado Manuel de investigarla de cerca para descubrir dónde estaba su ex novia.

Cayó la noche y Luna volvió a La Basile para chequear si estaba todo bien. En el fondo tenía miedo de que su amiga hubiera caído otra vez en las garras de una relación tóxica. Pero la encontró sola, con una cerveza en la mano y mirando por la ventana. Una sonrisa de satisfacción se dibujaba en su cara. Luna se dio cuenta de que hasta ahí había llegado en su rol de apoyo a su amiga. Por fin Ana había tenido el cierre que tan postergado y ya no necesitaba de su lealtad para salir adelante. Luna suspiró y siguió caminando. Era momento de volver a pensar en ella misma.

– Fin –

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