[Este cuento forma parte de mi nueva iniciativa. Todos los viernes voy a subir a las historias de mi Instagram 3 preguntas y voy a tomar las respuestas de 3 personas distintas para inventar un nuevo cuento. En el de esta semana el nombre de la protagonista lo propuso @cocinadeandy, el sentimiento que la mueve me lo dijo @kyg.comunicacion y la palabra clave del título la aportó @dai.roca].
«Pero… ¿dónde aprendiste a jugar al rugby?». La pregunta, seguida de una mirada casi despectiva, se repetía en todas las citas que Pipa tenía con cada nuevo pretendiente. Casi que estaba a punto de cambiar su respuesta a la pregunta «¿Hacés algún deporte?» por «Sí, hockey» acompañada de una sonrisa angelical que parecía ser todo lo que los hombres querían escuchar.
Pero su pasión por el rugby no la hubiera dejado mentir. Así que tenía que resignarse a que en ese momento de la salida se produjera un silencio incómodo, un rápido tecleteo de celular (que Pipa imaginaba que se debía a un mensaje de indignación en el chat de los amigos), una final abrupto en el encuentro o las tres juntas. Ni siquiera a los rugbiers les gustaba, en su experiencia, salir con una rugbier. Y es que Pipa había tenido que enfrentarse desde muy chica al tener que dar explicaciones sobre por qué le gustaba tanto un deporte que estaba básicamente «pensado para hombres».
A Pipa esto ya no la indignaba, lo cual nunca es algo bueno cuando hay que pelear una batalla. Un tiempo atrás, cuando había empezado a incursionar en el mundo del rugby, tenía la ilusión de poder hacer un cambio en la mentalidad de los demás. No, no era solo un deporte de hombres. Y sí, una mujer podía disfrutarlo perfectamente sin perder por ello su femeneidad. Pero con los años se había dado cuenta de que gastaba demasiada energía en eso y que era mucho más fácil tener su vida compartimentada.
Pero un día tuvo un encuentro que le cambiaría su perspectiva para siempre, y que le devolvería el impulso que había perdido.
Pipa estaba leyendo la carta sin demasiado entusiasmo. Lo único que pensaba realmente, antes de que llegara su “match” de Happen era qué podía pedirse que trajeran los suficientemente rápido como para que llegara a comer si su salida (otra vez) terminaba de manera abrupta. Mientras tanto chequeaba en el celular cómo iba la final del Super 15. Con un grito contenido celebró la victoria de los Lions.
Sintió una vibra distinta cuando llegó Pablo. Eso la sorprendió. “Perdón, la demora. Estaba…”. Pipa notó cómo Pablo dudaba en decirle la verdad sobre qué era lo que lo había demorado. Se lo veía como contrariado y cansado. “Bueno, te lo digo. Porque si igual va a hacer que terminemos nuestra salida antes, que así sea. Ya está.” Pipa lo miró confundida. “Estaba en el auto, sí en el auto. Llegué puntual, por siempre llego puntual, pero me quedé en el auto”. Por un momento Pipa pensó en dónde se había metido, qué clase de trauma podía llegar a tener ese muchacho y cuál sería la mejor manera de salir de ahí. “Es que quería terminar de ver la final de un partido. Sí, un partido. Sí, tengo una obsesión y no, no puedo controlarla. Bueno si querés terminamos acá.” Pablo no podía levantar la mirada del piso. Todo en él demostraba impaciencia. Ni siquiera había llegado a sentarse. En una mano tenía las llaves del auto y en la otra el celular. Ambos sufrían el revoleo de sus gesticulaciones.
A Pipa le dio cierta ternura. “Está bien, no te preocupes. ¿Pero por qué ese humor? ¿Perdió Boca, o River, o… San Lorenzo?”. El comentario de Pipa tenía cierto peso. Y es que no le importaba salir con un fanático, pero si el fanatismo era del fútbol no había mucho sobre lo que pudieran conversar al respecto. Ya había tenido antes novios con los que parecía no entenderse ni un poco, a pesar de ser los dos aficionados por el deporte. Era como si se tratara de dos mundos paralelos.
“No” contestó Pablo ofuscado mientras se sentaba en la silla de enfrente a la de Pipa “Los Lions… nada… no importa.”. A Pipa le brillaron los ojos. Claro que que fuera fanático del rugby no significaba nada… pero algo en él le hizo pensar que esta experiencia no sería como todas las demás.
Pasaron las semanas y Pipa y Pablo parecían tener cada vez más cosas en común. Se animaron a dar un paso que era nuevo y hasta impulsivo para ambos. Ya tenían fecha para su primer viaje juntos: el 4 de abril del 2020 viajarían a Santiago de Chile.
Solían verse los jueves a la noche, después de que ella entrenara en el club. Pablo, si bien era muy aficionado al rugby, nunca lo había practicado. Era una persona fanática con todo lo que emprendía, incluso con su rol de contador en una empresa de insumos sanitarios. Así ocupaba sus días en un trabajo de oficina que amaba y sus noches dando rienda suelta a su pasión por el rugby… desde el sillón de su casa.
Por lo general los viernes a la noche Pipa prefería estar sola para poder concentrar para el partido del sábado y Pablo fue la primera persona que salió con ella que comprendió y acató (sin enojarse) esa decisión. Los sábados, después del partido y del tercer tiempo volvían a hacer algún plan juntos y que se vieran los domingos dependía de los planes que tuvieran con sus familiares o amigos. Nada estaba estipulado del todo. Su dinámica parecía ser relajada, sin situaciones incómodas ni sentimientos forzados. Si todo seguía así quizás algún día se animaran a darle a su relación un título mád formal.
Pero hubo un viernes de marzo del 2020 en el que tuvieron que decidir si hacían la excepción de quedarse el resto del día y la noche juntos o si seguían con su rutina de siempre. Y es que en realidad las «rutinas de siempre» estaban a punto de esfumarse. Una pandemia estaba golpeando el mundo y lo que ellos decidieran determinaba si los próximos meses de cuarentena los pasarían juntos o separados. ¿Estaban preparados para una convivencia de jornada completa?
Los primeros días de la cuarentena juntos parecía como si estuvieran en una luna de miel. De golpe les habían regalado tiempo y no tenían que repartirse con nadie más.
A Pablo la rutina mucho no le había cambiado. Seguía trabajando de 8 a 5 con la diferencia de que en lugar de ver a sus compañeros en persona, hablaba con ellos a través de Zoom. Extrañaba los cafés y los almuerzos, las charlas casuales en los pasillos y los after office. Pero aprovechaba el poder cortar al mediodía y tirarse en el sillón a ver la tele. Así se había puesto al día con todos los partidos del Super 15 que le quedaban pendientes.
Para Pipa, en cambio, la situación comenzó a ser cada vez más difícil. No había forma de que reemplazara la práctica de rugby con nada. Extrañaba estar al aire libre, correr hasta transpirar, respirar el olor a pasto, maniobrar la pelota, estar con las compañeras de equipo, conocer a las contrincantes, el tercer tiempo… Todo se había esfumado de golpe y no había ni siquiera llegado a despedirse.
Su pasión por los pebetes de jamón y queso le dieron una ocupación. En su edificio se volvió conocida por hacer los mejores sandwiches y de a poquito empezó a hacer de eso un emprendimiento. Pero aún así tenía cada vez más tedio. Le costó darse cuenta de que lo que sentía era depresión. Y le avergonzó pensar que ni siquiera sabía decirle a Pablo, a quien conocía desde hacía pocos meses, qué necesitaba.
Pero Pablo la había llegado a conocer más de lo que ella creía y se las rebuscó para conseguirle algo que le hiciera bien. «¡Hay un desafío de rugby! ¡Tenés que anotarte! La primera ronda es virtual pero las otras pruebas son en la cancha». A Pipa algo adentro se le encendió. Pero a medida que iban llenando el formulario se dieron cuenta de algo: solo se admitían hombres.
«¿Dónde están las mujeres?» – Final
El formulario del desafío de rugby era muy prolijo y profesional. Solo tenía el pequeño gran defecto de dejar afuera a quienes no fueran hombres. Con el requerimiento del DNI se aseguraban de poder chequear la fidelidad de la información enviada. En cambio si uno jugaba al rugby o no, eso no lo chequeaban.
Toda la indignación que Pipa había acumulado desde sus primeros pasos en el rugby femenino, se coronaban ahora cuando veía que ni siquiera en las situaciones más extremas se las incluía a ellas. Pablo dejó una pregunta en la web del desafío: «¿Dónde están las mujeres?». Un mensaje irónico sumaría todavía más enojo en Pipa «¿En la cocina quizás? Acá no están.».
Pero no todo estaba perdido. Pipa le pidió a Pablo que le hiciera un gran favor: él pondría sus datos, ella jugaría el desafío.
Así lo hicieron. Pablo, o mejor dicho Pipa «disfrazada» de Pablo, fue ganando cada una de las fases de la instancia virtual que consistían en preguntas sobre rugby, resolución de situaciones hipotéticas y otros desafíos. Se hizo tan conocido que en todas las redes afines se hablaba de él. Era «el imbatible». Hasta que llegó el día de la gran final presencial. La adrenalina que sentía Pipa era enorme: después de muchos meses pisaría una cancha otra vez y tendría en sus manos a su amada pelota. Pero además había llegado el momento de dejar en evidencia todo por lo que siempre había luchado.
Era una mañana fría con un sol radiante. Pablo y Pipa querían asegurarse de que todos estuvieran ahí antes de entrar. Llegaron los jueces, el contrincante con un par de familiares y el responsable de redes que transmitiría el desafío en vivo. Cuando entraron Pipa y Pablo a la cancha los demás los miraron extrañados. ¿Por qué la novia de Pablo llevaba uniforme de rugby y él no? “Quiero mostrarles algo” dijo Pipa sacando de su mochila una notebook. Todos se acercaron. “¿Dónde están las mujeres?” Decía la primera placa de un video. Después se la veía a Pipa, filmada por Pablo, cumpliendo y ganando cada uno de los desafíos. Los presentes tragaron saliva avergonzados. El video terminaba con otra pregunta y su respuesta. «¿Dónde estamos las mujeres? En todas partes, porque ese es nuestro superpoder.