Cuentos de invierno – «Al final del día»

Clara juntó las cosas que iba a llevar en su bolso de mano y las guardó con mucho cuidado en la cartera que se había comprado especialmente para la ocasión. Después de haber ahorrado tanto le había parecido bien darse ese gusto, al fin de cuentas uno no se va a vivir a otro país todos los días.

Ya no soportaba el tironeo entre sus papás. Desde la separación todo lo relativo a ellos era motivo de conflicto, peleas, tensión. No podía disfrutar el tiempo que estaba con cada uno y no podía ni siquiera decidir qué era lo que realmente ella quería hacer. Si dejaba solo al papá, le daba culpa. Si pasaba tiempo con la mamá y su nuevo novio («el responsable de todas las desgracias» como lo llamaba su papá) también le daba culpa. En los últimos años Clara se había convertido en una gran culpa andante y la única manera en que podía cortar eso de raíz era mudándose a otro país.

Le costaba dejar su departamento de Belgrano en el que tantos momentos importantes había pasado. Ese que la había cobijado cuando su casa materna se venía abajo. Ese donde había aprendido que se podía vivir bajo las propias reglas o, si se quería, bajo ninguna regla. Pero hacía rato que estaba viviendo como propia una historia que en realidad era de sus papás: no era a ella a quién su mamá había engañado y no era a ella a quien su papá había descuidado. Ambos habían sido grandes padres hasta el momento en que proyectaron en ella sus problemas e intentaron dividirla en dos. Ya ni siquiera el departamento la refugiaba de eso. Y es que cuando las tormentas se suceden adentro de uno, la ayuda que puede venir de afuera se vuelve superflua.

Clara buscaba un cambio radical interno y eso era para ella su viaje a Venecia. Quería estar en un lugar único, tranquilo, distinto a todo. Se fue con la excusa de que allí podría incorporar nuevas técnicas artísticas, pero la realidad es que no le importaba si terminaba trabajando de algo que no tenía nada que ver con su profesión. Necesitaba soltar las ataduras que la estaban lastimando.

Nadie la llevaría a Ezeiza, por lo menos había conseguido tener paz en el último espacio que pisara en Buenos Aires. Cuando Clara se subió al avión sintió cómo todo su cuerpo se relajaba después de largos años de tensión. Ya no tenía que pensar en otra cosa más que en lo que ella quería y necesitaba. Se pidió un vaso de vino para celebrar. Pero descubrir quién era su compañero de asiento le aguaría el festejo.

«¡Clarita!» le dijo Damián cuando la vio. Ella no pudo disimular su cara de descontento. «¿Qué hacés acá?». «Pero, che, qué es esa cara larga. ¡Estamos viajando a la «Bella Italia», arriba ese ánimo!». No lo podía creer. Había logrado llevar adelante el plan perfecto para su independencia, y ahora se veía presa en un viaje de avión de 13 horas con el desagradable «hijastro» de su mamá. Era incríble el nivel al que había llegado la manipulación de su mamá, y ahora que el avión ya estaba despegando, ni siquiera podía llamarla para escupirle su enojo.

«No te preocupes, Clarita, ni te vas a dar cuenta de que yo estoy acá.» le dijo Damián mientras se terminaba de la manera más ruidosa posible el paquete de frutos secos que le habían dado en el avión. Clara empezó por ignorarlo. Era tal su enojo que tuvo que dejar pasar un tiempo para que bajaran aunque sea una parte de sus ánimos. Hizo uso del kit de entretenimiento que tan ordenadamente había guardado en su cartera. Pero, como era de esperar, Damián se hacía sentir en todo momento. No pudo leer ni dos párrafos de su libro, ni terminar un artículo de la revista que se había comprado en el aeropuerto. Empezó a ver la película a la que tantas ganas le tenía, pero ahí estaba Damián espiándo su pantalla y resoplándole en la nuca con su inconfundible aliento a cerveza. Finalmente se decidió por poner música y cerrar los ojos. Esperaba que así el daño de su desagradable acompañante fuera menor.

Después de un rato finalmente pudo conciliar el sueño. Pero cuando abrió los ojos nuevamente se acordó de golpe que su viaje soñado a Venecia había empezado siendo una verdadera pesadilla, y todo por culpa de su mamá. Se quedó mirándolo a Damián un rato largo mientras dormía despatarrado en el asiento y con la boca abierta. Fue como si su atención lo hubiera llamado telepáticamente porque Damián se despertó sobresaltado. Mientras él se secaba la baba, ella lo interpeló «Decime de una vez qué hacés acá». La extrema seriedad de Clara lo agarró desprevenido. Damián se incorporó y le dijo «Clari, ya sabés por qué estoy acá. No me hagas decírtelo». Clara lo miró con furia. Otra vez, como tantas veces le había pasado antes, las palabras se le atragantaban y no podía hacerlas salir. Agarró la almohada y se apoyó en el otro lado de su asiento, para que Damián no viera las lágrimas que le empezaban a salir de los ojos.

Damián ya se había dado cuenta de que Clara no se bancaría su compañía, pero tenía una misión y no se le ocurría no cumplirla. ¡Si tan solo ella supiera la verdadera razón por la que había aceptado el encargo! Su presencia la había lastimado más de lo que podría haber imaginado y prefirió, ahora sí, mantener el perfil bajo durante el resto del viaje.

Cuando el avión aterrizó en Roma fueron juntos y en silencio a buscar sus valijas. El bullicio italiano los hizo intercambiar alguna palabra solo con la finalidad práctica de no desencontrarse, aunque a Clara le hubiera encantado desaparecer. Una vez que salieron del aeropuerto Clara lo miró a Damián y le preguntó «¿y ahora qué?». «Reservé un hotel cerca de acá para no tener que viajar de noche. Mañana salimos para Venecia». «Ah, o sea que esa parte si me la respetan». Con un simple gesto Damián le hizo entender que no eran sus reglas. ¡Cómo extrañaba en este momento Clara las «no» reglas de su departamento de Belgrano!

Se instalaron en el hotel que había reservado Damián, pidieron la comida a la habitación y se acostaron sin dirigirse la palabra. Clara recordó por un momento cómo se había imaginado su viaje y cuando volvió a su realidad se dio cuenta de que al final, aunque a miles de kilómetros de distancia, seguía en la misma situación de sumisión de la que había querido escapar. Escapar. Esa era la única opción.

Le daba vértigo dejar la seguridad y la familiaridad de ese ambiente, para lanzarse al vacío en una tierra desconocida y con un idioma tan distinto al propio. Lo que todavía le daba más vértigo era equivocarse. ¿Y si al final los demás tenían razón? ¿Y si no podía salir adelante sola? Todos habían empezado a desconfiar de su estabilidad emocional cuando esa nefasta cena de Nochebuena descargó el dolor que había oprimido durante tanto tiempo. Psicólogos, psiquiatras, terapeutas de todos los colores desfilaron por la agenda de Clara. Pero algo en ella le decía que sí, que estaba preparada. Y que de hecho la única manera que tenía de salir adelante era si por primera vez se encontraba completamente sola. Esperó a que Damián se durmiera, agarró las valijas y se fue.

De todas las terapias por las que había pasado, la única que realmente la había ayudado había sido la de esa mujer grande que le había dado una serie de preguntas para que se respondiera. Clara se había ido de la primera consulta pensando que era una pérdida de tiempo, como muchas otras terapias a las que había asistido. Pero una vez en su casa, cuando se sentó a responder las preguntas, se dio cuenta de cuán valioso era ese método.

Así fue cómo un par de semanas después descubrió que su mejor salida era irse de viaje. «¿A dónde? ¿Dónde te ves viviendo?» le había había escrito la mujer entre las preguntas que tenía que responder para la sesión siguiente. Clara no había dudado «En Venecia».

Mientras caminaba por las calles oscuras de Roma, con su valija grande en una mano, su carry-on en la otra y su bolso de mano colgado del hombro, Clara repasaba mentalmente todos los pasos que la habían llevado ahí. «¿Qué te da fuerzas?» había tenido que responder para una de sus sesiones. Era la única respuesta que no había nunca llegado a contestar. La mujer la volvía a poner entre las preguntas para la sesión siguiente, pero ella seguía dejando en blanco ese renglón. ¿Qué le había dado fuerzas para irse del hotel y dejar la seguridad que podía darle Damián?

Seguía caminando, sin un rumbo fijo y cada vez con menos fuerzas. Pero, al contrario de lo que se hubiera imaginado, Clara no se replanteaba su decisión. Algo dentro de ella le decía que ese era el camino que tenía que seguir, en todo sentido. No sabía cuánto tiempo había pasado, ni dónde estaba exactamente, cuando algo de golpe la detuvo. Vio delante de ella un hotel boutique en un edificio antiguo que por dentro se veía muy bien conservado. En el logo del hotel había un búho y Clara tomó eso como una señal. Antes de entrar miró para los costados, como para asegurarse de que su pasado no la estuviese siguiendo.

Después del quinto día de su estadía en el hotel boutique, Clara se animó por primera vez a salir a la calle. Había hecho de ese cuarto su nuevo refugio, y esa seguridad la había ayudado a rearmarse después del traspié que había tenido cuando descubrió que su mamá le había mandado a Damián para que la controlara. El último mensaje que les había mandado a sus papás antes de entrar al hotel había sido «Aunque ustedes piensen que no, sí puedo valerme por mí misma. Estoy bien. Déjenme por favor tener acá el espacio que no tuve allá». Después de eso se había resistido a responder los millones de llamados y de mensajes de todos, inclusive de Damián. Ese era, en definitiva, parte del plan para desintoxicarse.

Lo primero que hizo cuando salió, fue mirar directo al sol. Sintió cómo podía llenarse de energía por estar afuera, sola y libre. Caminó por las calles de Roma prestando atención a cada detalle que la rodeaba. Inspeccionó los lugares más recónditos y se sumergió entre las grandes multitudes. En un restaurant chiquito vio un cartel que sería la llave hacia su próximo futuro. En su imaginación ella se había visto en Venecia, creando arte con la técnica del vidrio soplado. Quizás algún día llegaría ese momento, pero una parte de ella sentía vértigo de estar todavía más aislada. Roma había resultado ser el lugar ideal para esa nueva Clara y en ella encontraría otras formas de hacer arte.

Con los días las voces de su cabeza se habían ido apagando. Clara había podido distinguir, después de mucho tiempo, cuál era su propia voz. El cartel en el restaurante pedía una moza: así encontraba Clara su boleto hacia la completa independencia. Después del primer mes de trabajo, y cuando ya había conseguido dónde quedarse por un precio razonable, Clara cortó la tarjeta que le quedaba como extensión de la de su mamá y con ella sentía que cortaba su segundo cordón umbilical.

Al terminar su primer año en Roma, Clara decidió que era momento de decirles a sus papás exactamente dónde estaba para abrirles la puerta a que fueran a visitarla. Si querían juntos, si querían separados, ya ese no era un problema de ella. Había logrado fortalecerse, profundizar su identidad de artista y encontrar su lugar. Estaba armada, nada de afuera podía desarmarla ya.

Era una tarde de verano cuando Clara volvía de su clase de arte y se topó con el búho que alguna vez supo cobijarla. Se detuvo pensar cómo había logrado dar un vuelco en su vida y cómo, a pesar de haber estado sola, se había sentido protegida. Fue entonces cuando sintió una mano que la tomaba del brazo. Era Damián. ¿Cómo? ¿No se había vuelto a Buenos Aires después de su misión fallida? «Quise quedarme cerca por si me necesitabas» le dijo. ¿Y es que entonces el interés de Daminán iba más allá de su compromiso de «hermanastro»? Su mirada le decía que sí. Al final del día la confianza en sí misma había sido la que la había salvado a Clara. Pero el soporte invisible de los que la querían, aunque solo fuese con buena energía, también había hecho lo suyo.

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