
Lo miró un largo rato y finalmente me respondió “No está a la venta”. Lo envolvió en un trapo de gamuza y lo guardó debajo del mostrador, dando por terminado el asunto. Yo me quedé perpleja. “Pero si estaba acá, expuesto” le dije, pero el viejo no acusó recibo de mis palabras. Ahí se desvanecía mi ilusión de regalarle a mi abuela exactamente el mismo portarretratos que solía tener en su cómoda y que yo, jugando a la pelota con mi hermano, le había roto varios años atrás.
Me di cuenta de que con el enojo no iba a llegar a ningún lado: el negocio era de él y, en realidad, estaba en todo su derecho de decidir qué vender y qué no. Quise apelar a su empatía, pero por los años que hacía que lo veía vender ahí ya sabía que se trataba de un hombre cascarrabias y solitario. Empecé a contarle mi historia pero él seguía ingresando números en su vieja calculadora. Finalmente desistí y salí del negocio.
Camino a casa intenté repasar en mi cabeza qué podría haber pasado. Yo había visto el portarretratos desde la vidriera. Había entrado, se lo había señalado de lejos y él me había dicho el precio. Le había confirmado que quería comprárselo y, de hecho, ya estaba sacando la billetera de mi cartera. Pero cuando lo agarró, algo cambió. Era como si lo estuviera viendo por primera vez. Me miró, lo volvió a mirar un largo rato y ahí nomás, con 5 simples palabras, rompió con mi ilusión.
Me propuse visitar de nuevo el local la mañana siguiente, para ver si en una de esas el portarretratos volvía a aparecer en la vidriera. ¿Quizás no quería vendérmelo a mí? Si ese fuese el caso, tenía que llevar refuerzos. Le conté a mamá toda la historia y, ni bien supo que había esperanza de reemplazar el amado portarretratos de su propia mamá, su sumó al operativo.
A la mañana siguiente nos acercamos sigilosamente a la vidriera del local. Como todo negocio de antigüedades, hay tantas cosas tan distintas que uno tiene que afinar la vista para no perderse de nada. Empezamos a chequear juntas uno por uno los objetos de la vidriera cuando de golpe mamá frenó su vista y se quedó paralizada. “¿Lo encontraste?” Le pregunté con emoción. “Lo encontré” me dijo perpleja. Pero no estaba mirando el portarretratos. A través del vidrio lo miraba a él, al viejo cascarrabias.
Cuando salió del estado de perplejidad, mamá se dio media vuelta y empezó a caminar muy rápido hacia la dirección de mi casa. “¿Qué pasó?” Le grité mientras intentaba alcanzarla. “¿Y el portarretratos?” Mamá parecía haberse olvidado completamente del objetivo de nuestra misión. Detuvo un poco la marcha y entonces pudimos caminar juntas las cuadras que quedaban. La vi tan mal que decidí esperar un poco para escupirles todas mis preguntas.
Ya en casa con un café en la mano no hizo falta que yo se las hiciera. “No entiendo cómo terminó acá” me dijo. “¿Hablás del viejo?” Le pregunté “Desde que me mudé que atiende ese local. Siempre lo veo. Mínimo hace 8 años que está ahí. ¿De dónde lo conocés vos?”. Mamá bajó la mirada. Tenía que juntar fuerzas para decirme algo difícil. “Ese viejo es Enrique”. “¿EL Enrique?” Le pregunté. Mamá asintió con la cabeza. Ahora entendía su estupor y yo misma me quedé helada. Tantos años oyendo hablar de Enrique, tanto tiempo imaginándome cómo sería él, sin saber que lo tenía tan cerca mío. “Por favor, no le digas nada a tu abuela.” “¿No le vas a avisar?” “Todavía no. Después del festejo del domingo vemos”.
La despedida con mamá fue rara. Las dos estábamos todavía bastante movilizadas. Ese día casi no pude concentrarme para trabajar y, cuando estaba volviendo de la oficina, cambié mi recorrido de siempre para no pasar por el local. ¿La habría visto Enrique a mamá a través del vidrio? ¿Habría reconocido en mi a mi abuela y por eso no me había querido vender el portarretratos? Estaba demasiada hambrienta de preguntas como para dejar pasar el tema. Ya había decidido volver al local al día siguiente. Pero ¿podría cumplir con la promesa que le había hecho a mamá cuando, como todas las noches, hablara con mi abuela?
Por suerte me dio el contestador así que no tuve que ocultarle a mi abuela la emoción de saber dónde estaba Enrique. Esa noche intenté distraerme, pero mi cerebro seguía analizando todos los posibles escenarios de mi expedición al negocio de antigüedades que ya no me era ajeno como antes.
Al día siguiente fui bien temprano. Eran las 9 de la mañana y espié desde la esquina cómo Enrique abría las persianas y sacaba el cartel de chapa a la vereda. ¿Tenía que entrar? ¿Me reconocería? ¿Me echaría?
Hice un poco de tiempo en el kiosco de mitad de cuadra y me compré cosas que no quería ni necesitaba. No sabía ante quién pero sentía que tenía que disimular. Cuando finalmente entré al negocio la campanita de la puerta sonó y Enrique levantó la vista. “¿Te ayudo con algo?”. No estaba segura de que me había reconocido. “Voy a mirar un poco” le dije como para darme tiempo a reaccionar. Lo noté incómodo ante mi respuesta, pero todavía no podía dilucidar si su incomodidad era por saber quién era yo, o por su simple condición de viejo cascarrabias.
Me propuse aprovechar para buscar el tan deseado portarretratos, o alguno que se le pareciera. Lo extraño era que la ansiedad que había sentido en casa desde la revelación de mamá hasta esa mañana habían desaparecido en el negocio. De golpe me sentía a gusto en el silencio del local y disfrutaba de analizar cada pieza extraña. Me imaginaba que, al igual que el portarretratos, cada una tendría su historia particular.
En un determinado momento me percaté de que Enrique definitivamente no estaba cómodo con mi presencia y entendí que sí, sabía quién era yo. “Te dije el otro día, el portarretratos no está a la venta” me dijo finalmente con vos firme y mirándome a los ojos. “Qué lástima” le contesté “A Elvira le encantaría verlo de nuevo”. Noté cómo su cara se transformaba por un sinfín de emociones.
Las cartas ya estaban sobre la mesa. Era uno de esos momentos de la vida en que solo hay dos caminos: hablar o dejar todo atrás para siempre. Enrique no pudo contener la emoción por saber que mi abuela aún vivía. Me preguntó dónde estaba, cómo estaba, cuántos hijos tenía. Sabía que muchas de esas respuestas ya las conocía, pero sus preguntas eran una excusa para que le hablara más sobre ella. En un determinado momento no pudo callar más su curiosidad y me lanzó la duda que más lo carcomía “¿Y cómo es que vos sabés de mí?” “Todos en la familia te conocemos. Sos el famoso Enrique”. Entonces le conté cómo había sido mamá quien, el día anterior, lo había reconocido. Su cara arrugada de tanta malasangre arrastrada se suavizó.
Empezamos la conversación con una distancia fría, propia de dos desconocidos. Pero terminamos hablando prácticamente agarrados de la mano, como dos personas que comparten una gran historia detrás. Los pocos clientes que entraron durante nuestra charla se sorprendieron de nuestra vehemencia, y apenas osaron interrumpir con alguna que otra pregunta a las que Enrique respondía sin demasiado interés.
Cuando me di cuenta de la hora salté de la silla como un resorte. “Me tengo que ir a trabajar, estoy llegando demasiado tarde”. Vi en su cara la desilusión de quien por fin encuentra algo que lo alegra y no quiere soltarlo, pero tampoco quiere mostrar su debilidad. Titubeó un poco, hasta que finalmente me dijo “Quiero verla”. “Hasta el domingo no puedo contarle nada” me costó decírselo, pero le expliqué que ese había sido el pedido de mamá. Enrique agachó la cabeza. Supongo que pensó que, después de todo lo que había esperado, podía soportar todavía 4 días más. Antes de que me fuera sacó de debajo del mostrador el portarretratos que dos días antes había envuelto para negarme su venta. Me lo dio y no aceptó que se lo pagara. Pero antes de irme me hizo una advertencia “Cuando se lo des no va a hacer falta que le expliques nada más. Con solo verlo va a saber de mí”.
Llegó el domingo. Toda la familia estaba emperifollada para el gran festejo. Yo tenía por dentro un dilema emocional: quería darle a mi abuela el portarretratos que reemplazara ese que le había roto tantos años atrás, pero no quería opacarle la celebración anunciándole de antemano que había tenido contacto con Enrique. Lo envolví en un lindo papel plateado y lo puse en la cartera. Decidí confiar en mi instinto, algo me decía que yo sabría cuándo sería el momento de dárselo.
El salón de la parroquia estaba todo decorado para el festejo. Mi abuela estaba radiante, lucía esas perlas que tanto amaba y por primera vez en varios años se había animado a usar los tacos. A mamá la noté turbada, no habíamos vuelto a hablar de Enrique (de hecho ni siquiera sabía que en mi cartera tenía semejante regalo para la abuela) pero podía adivinar que la cuestión la había dejado intranquila.
Además de mi abuela el cura había decidido agasajar a otras dos mujeres que también se dedicaban todos los días a los quehaceres de la parroquia. Hubo video de fotos, testimonios de voluntarios, juegos, regalos sorpresa. La gente de la comunidad estaba visiblemente emocionada. Fue hermoso ver cómo la querían y valoraban tanto a mi abuela, a quien noté conmovida, y con la energía que la caracteriza. Pero algo me decía que una parte de ella sentía cierta nostalgia.
Cuando casi todos se habían ido la vi sola sentada en una de las mesas, descansando los pies. Era muy orgullosa como para sacarse los tacos, pero se notaba que ya no podía aguantar parada. Me senté al lado de ella y le pregunté cómo estaba. “Muy contenta, esta parroquia es mi vida y fue realmente una celebración hermosa.” Después de una pausa me dijo “Me hubiera gustado que tu abuelo estuviera acá, aunque seguro se hubiera quejado de los videos largos y de la comida”. Se rió con ternura. Entonces me pareció que había llegado el momento. Sentía que como mujer se iba a poner feliz con el regalo y todo lo que eso conllevaba. Pero como abuela quizás se sintiera avergonzada por la historia que había atrás.
Igualmente tenía que hacerlo, no podía guardarme ese secreto. Saqué de la cartera el portarretratos envuelto y se lo di. Sus lágrimas empezaron a salir mientras terminaba de desenvolverlo. Estuvo un rato largo mirándolo. Esperaba entonces que me hiciera la pregunta obvia de dónde podía encontrarlo. Esperaba que saliera corriendo a buscarlo. Pero no me dijo nada. Se abrazó al portarretratos y se quedó en silencio.
¿Cómo volver a lo de Enrique y decirle que mi abuela no quería verlo? ¿Que todavía la avergonzaba haberle sido infiel a su marido con él? ¿Que no se permitía ni pensar en ser feliz sin culpa? Y yo que creía que podía devolverle un poco de vida a ese hombre tan apagado. Durante días lo espié mientras abría el local y veía cómo miraba para todos los costados de las calles esperando algo, esperándome a mí quizás, esperando mi abuela, seguro. Entonces entendí que era cierto eso que siempre me decía mi amiga Majo: antes de juzgar la actitud del otro hay que pensar en qué es lo que esta detrás, eso que no se ve. Detrás de un viejo cascarrabias, por ejemplo, puede haber un corazón roto, una pérdida irreparable o una soledad irremediable. O todas esas cosas a la vez.