
“El que más voy a extrañar es el pucho de después de comer” le dijo Mauro a Tomás mientras miraba con envidia el cigarrillo que este último se estaba encendiendo. “¿Y por qué dejaste?” Le dijo Tomás, saboreando su tercer cigarrillo del día a tan solo cuatro horas de haberse despertado. “¿Puede haber una sola razón para dejar un vicio?” Le contestó Mauro tajante. Tomás encogió los hombros y dio el tema por terminado. A nadie le gusta escuchar por qué lo que está haciendo está mal. Lo cierto era que para Mauro sí había una sola razón, pero no tenía la suficiente confianza con su compañero de trabajo como para contársela: Mauro había hecho una importante promesa.
El primer cigarrillo que Mauro había fumado le había resultado asqueroso. Tenía solo 15 años y, por ese entonces, si no fumabas no podías ser parte del grupo. Tan simple como eso. En verdad a ninguno de esos 5 amigos les había gustado su primera experiencia con el humo del cigarrillo, pero a fuerza de encajar todos habían aprendido a aparentar disfrutarlo hasta que un día el placer había sido real.
Solo algunos años después el cigarrillo sería para Mauro más compañero que sus propios amigos. Uno pensaría que llega una edad en la que la separación de los padres no afecta tanto a los hijos. Pero hay casos en los que eso no es del todo verdad. Mauro tenía 17 cuando su mamá se fue de su casa. ¿Una mamá que abandona a sus tres hijos para irse a vivir con su profesor de yoga 10 años menor? El rumor corrió por el colegio y los chistes no tardaron en circular. Mauro sintió por primera vez la humillación y la soledad. No necesitaba una excusa para alejarse de los grupos en los que ya no se sentía cómodo. “Me voy a fumar un pucho” era actividad suficiente para hacer en soledad y en silencio. Ahora que lo pensaba Mauro también extrañaría eso: la libertad de contemplar al ritmo de un cigarrillo sin necesitar nada ni nadie más. Pero la promesa estaba hecha y había que cumplirla.
El tironeo emocional que trajo el divorcio de los padres no hizo más que aumentar en Mauro las ganas de fumar. Se dio cuenta de que había llegado un punto en el que los cigarrillos que realmente disfrutaba eran muy pocos en comparación con todos los que consumía por día. Dejó de ponerse perfume porque éste duraba poco en el cuello y en la ropa. Dejó de comer pastillas para mejorar el aliento porque ya no les sentía el gusto y atrás de ella venían otros dos cigarrillos. Cuando empezó la prohibición de fumar en espacios cerrados sufrió la ansiedad de tener que esperar esos momentos de libertad. Pero esto no hizo ni que la cantidad disminuyera ni que el placer aumentara.
Todo el mundo sabía que en los edificios de la facultad no se podía fumar, pero también todos sabían que en las escaleras había vía libre. Fue en una de estas escapadas de clase para despuntar el vicio cuando conoció a Sol, una estudiante de Derecho solo un año menor que él. “Soy demasiado coqueta para fumar mucho” le había dicho “si no me dejara los dedos amarillos y no me hiciera oler a boliche andante, fumaría todo el día”. A Mauro le causó gracia sus razones para el autocontrol. Su femineidad y su sentido del humor fueron las primeras cosas que le gustaron de ella. Desde entonces se estableció entre ellos una cita implícita: todos los días, a eso de las 11:30, se encontrarían en la escalera para compartir su cigarrillo de media mañana. Durante meses este fue para Mauro el momento más especial de su día. Pero un día Sol no apareció.
Las primeras dos semanas Mauro iba todas las mañanas a la escalera esperando encontrar a Sol pero no volvió a tener señales de ella. Tampoco se la había cruzado en el bar de la facultad, ni la había visto en las aulas las veces que había intentado mirar, disimuladamente, por las ventanas en las clases a las que podría haber asistido. No conocía más que su nombre de pila y nunca la había visto con ninguna amiga, así que sus opciones de búsqueda se agotaron rápidamente.
Al año de su primer encuentro las “11:30” ya habían dejado de ser para Mauro un horario especial del día. Sin darse cuenta de que estaba pasando por esa misma escalera a esa misma hora, inmerso en los pensamientos de la bibliografía complementaria que tendría que haber leído para el final pero que ni siquiera había tocado, un olor le resultó familiar. Era el perfume de Sol, ese que se preocupaba por volver a ponerse después de su cigarrillo de media mañana. Cuando se dio vuelta ahí la vio. Reconoció esos perfectos rulos rubios que tanto tenía estudiados, pero por un momento creyó que se había equivocado de persona. Ella estaba de espaldas a él y él se acercó para tocarle el hombro: después de tanto tiempo no podía quedarse con la duda. Sí, era ella, pero tenía por lo menos 10 kilos menos. Mauro no pudo contener su sorpresa “¿Qué te pasó?” Le preguntó a Sol sin mayores preámbulos. Sol rompió en llanto y lo abrazó.
Casi ni se conocían y sin embargo ahí estaba él, acompañando a Sol en cada uno de los millones de estudios médicos que tenía que hacerse. “¡Qué irónico! Siempre soñé con vivir en Buenos Aires y ahora daría todo por estar cerca de mi familia” le decía Sol. A Mauro le daba mucha lástima verla tan sola. Sabía que dejar Trenque Lauquen había sido muy difícil para ella, pero también había visto lo entusiasmada que estaba cada vez que le contaba sus historias de libertad en la “gran ciudad”. Y es que cuando todo marcha bien uno encuentra energías para seguir a pesar de las cosas pequeñas que querríamos cambiar en nuestra vida; es en las situaciones difíciles cuando las pequeñas ausencias se agigantan y pesan más.
Era difícil plantear un “¿Qué somos?” En un contexto tan extraño. Sol cada vez estaba más débil y Mauro se estaba convirtiendo en su principal sostén. Mauro había decidido que no importaba cuánto le gustara, lo mucho que pensara en ella y lo difícil que ese tiempo se le había hecho conocer a otra persona porque todas, invariablemente, terminaban perdiendo cuando se las comparaba con esos rulos perfectos y esa mirada pícara y dulce. No importaba porque lo que necesitaba Sol ahora era un amigo.
De una de las consultas con sus médicos Sol salió enojada. “Ya está, me lo prohibió por completo.” Le dijo “Ya ni siquiera uno cuando me despierto, o en alguna reunión con amigos. Hasta acá llegaron nuestras conversaciones con pucho de por medio en el balcón. Cuando más necesito calmarme menos puedo recurrir a él. ¿Qué voy a hacer con toda la ansiedad acumulada?”. A Mauro le sorprendía que creyera que iba a poder seguir fumando pero entendía su preocupación. Él no podía ni imaginarse sin la compañía del pucho.
Llegó el día de la intervención y Sol temblaba de miedo. Para entonces su mamá había podido viajar para acompañarla, pero era en Mauro en quien Sol encontraba la contención que necesitaba. A él lo desesperaba verla mal y no podía contener sus nervios. Entonces se le ocurrió algo que calmaría los ánimos de los dos. Antes de que entrara al quirófano agarró a Sol de la mano y le preguntó “¿Creés en las promesas?”. Sol lo miró confundida.
“¿Qué promesas?” Le contestó Sol. Mauro le explicó: “En mi familia sacrificamos algo que nos gusta, prometemos no volver a disfrutar de eso, a cambio de que la vida nos prometa que alguien que queremos mucho va a salir bien de una situación difícil”. Sol le sonrió. “Voy a dejar de fumar. Vos vas a estar bien. Vamos a reemplazar el pucho del balcón por un mate bien amargo como te gusta a vos y ni nos vamos a dar cuenta de la diferencia”. Sol lo miró con ternura “Sabés que no podés”. Pero la seguridad de Mauro le dio seguridad.
Tomás seguía hablando de su fin de semana en el campo mientras Mauro no podía dejar de mirar el celular. Hacía horas que se había despedido de Sol antes de que entrara al quirófano y, como solo dejaban que una persona la esperara en la habitación, la mamá de ella le había prometido a Mauro que le avisaría ni bien tuviera novedades. “Si hubiera sabido que el de la mañana iba a ser mi último pucho lo hubiera disfrutado mucho más” pensó. Hacer una promesa tan grande había parecido heroico y romántico en el momento, pero ahora, con la ansiedad en aumento y el vicio tan arraigado, no parecía una tan buena idea.
“Todo salió bien, está descansando. Me pidió especialmente que te avisara. Estaba todavía bajo el efecto de la anestesia pero dijo algo de una promesa y un mate bien amargo.” Mauro sonrió aliviado. Sabía que tenía por delante un gran proceso de abstinencia. Pero, en definitiva, su cuerpo se lo iba a agradecer y su perfume podía volver a ser parte de su identidad. Su aliento mejoraría y el amarillo desaparecería de sus dedos y de sus dientes. Y por último lo más importante: el dejar ir aquello que los había unido, lo acercaría todavía más a Sol. Mauro la había acompañado en esos difíciles meses de enfermedad, pero de lo que recién ahora se estaba dando cuenta era de que había encontrado en ella la compañía que durante tanto tiempo había buscado en el cigarrillo.
Cuando Mauro entró a la habitación del hospital, la pregunta de “¿Qué somos?” Que tanto tiempo había deseado hacerle a Sol quedó obsoleta. Era claro lo que estaba entre la mirada de los dos. La promesa de Mauro ya lo había dicho todo.