
“No me arrepiento de absolutamente nada de todo aquello que hice – o dejé de hacer – en toda mi vida, salvo de una cosa”. La entrevista a la dueña de la emblemática panadería del barrio había empezado bastante sosa. Nada me molesta más que cuando le preguntás a alguien qué siente frente a lo que hace todos los días de su vida y responde “no sé”. ¿No sé? ¿Le dedicás a eso todo tu tiempo y no te genera nada de nada? ¿Ni alegría ni rechazo? ¿Ni euforia ni tedio? ¿NADA? Pero cuando me tiró esta bomba todas las antenas se me pararon: ¿de qué podía arrepentirse?
Justo cuando la entrevista se estaba volviendo más interesante, Marta me cortó en seco. Miró su reloj y me dijo “Perdonáme querida, ya casi termina el horario de la siesta y necesito por lo menos estirar las piernas antes de volver a abrir el negocio. ¿Ya tenés todo lo que necesitabas?”. La realidad es que habíamos estado una hora hablando de su vida pero la nota no iba a ser para nada interesante con la información que había reunido hasta entonces, así que le pedí volver a vernos así podía descubrir qué era de lo que se arrepentía. Una parte de mí me odió por hacer eso, porque si no llegaba a ir al fondo de la cuestión o si me llegaba a negar la confesión, sería otra hora perdida y aburrida.
Al día siguiente a las 12:30 en punto estaba nuevamente en la panadería. Marta amagó con empezar de nuevo la misma historia que el día anterior pero rápidamente la llevé hacia esa última afirmación que había hecho en nuestra entrevista. “¿Arrepentirme? ¿Yo dije eso?” “¡Sonamos!” Pensé. Entonces revisé mis apuntes y le dike que justo antes de su afirmación estábamos hablando de un producto nuevo que había incorporando a sus mezclas y que era de origen uruguayo. “¡Ah! Uruguay…No me arrepiento de nada en mi vida salvo de una cosa”. Abrí bien los ojos y afiné los oídos para prepararme a lo que vendría ¿quizás una historia de amor?
“A mediados de los años 60 mi hermano conoció a la mujer que después sería su esposa. Decidieron casarse en Uruguay, de donde era ella y donde vivía su familia. Cuando todos viajaron para allá en auto yo no me animé a ir. Iban a pasar por el Puente Internacional General San Martín que se había inaugurado hacía demasiado poco para conectar la zona de Puerto Unzué en la Provincia de Entre Ríos, en Argentina, con la ciudad Fray Bentos, capital del departamento Río Negro de Uruguay. Era una construcción magnífica, todo el mundo hablaba de él. Tenía más de 5000 metros de largo y creo que todavía hoy es uno de los más largos de toda Latinoamérica. Pero era tan ambicioso que a mí me generaba miedo. Creía que podía caerse, qué se yo qué pensaba. La cosa es que fue una fiesta increíble, el día más feliz de la vida de mi hermano y yo, por miedo, no crucé para estar con él. Mi hermano y mi cuñada comenzaron su vida allá y yo iría más adelante a conocer su casa y sus hijos… pero ya era tarde para ser valiente”. Me dio tristeza su relato porque era entendible el arrepentimiento que podría sentir, pero no era ni cerca la historia jugosa que me había imaginado.
Hice lo posible por ir dándole un cierre al encuentro de la manera más correcta posible. Para mi sorpresa esto no fue difícil: Marta se mostró aliviada al saber que ese sería el final y no solo no presentó obstáculos sino que además aceleró el proceso.
Ya en mi escritorio estuve varias horas haciendo fuerza mental para intentar encontrarle la vuelta a mi historia. Trabajar en el suplemento zonal de uno de los diarios más importantes del país me había traído en el último año grandes satisfacciones: había conocido gente de todo tipo y escrito historias sumamente inspiradoras. Pero por alguna razón el editor quería que ahora escribiera la historia más aburrida con la que me había topado en mis diez años de periodista.
La panadería “Ojo de buey” es una de las más conocidas en el barrio; Marta y su hermano Ramón la habían inaugurado en los años 80 y desde entonces la habían hecho crecer, adaptándose a las distintas circunstancias de su entorno. Un momento. Si su hermano Ramón puso la panadería con ella, ¿Cuándo había vuelto de Uruguay? Sabía por la primera y extensa entrevista que Marta solo tenía un hermano. Me pareció extraño que en la segunda entrevista Marta me hubiera hablado de él como si se hubiera instalado en Uruguay y no hubiera vuelto.
Busqué en Google información sobre la panadería y descubrí que “ojo de buey” para los uruguayos es lo que para nosotros es la pepa, “masa de repostería fina o bizcocho dulce”. Recién entonces le encontré una razón a que ese fuese un nombre de panadería. ¿Por qué habrían elegido ese nombre? ¿Serían los resabios uruguayos que había traído el hermano? Empezaba a sospechar que los «no sé» de Marta escondían un pasado que no quería contar.
Comencé a escribir el artículo describiendo lo que Marta me había contado de sus comienzos. Desgrabando las entrevistas me di cuenta de que se esforzaba por hablar en singular y, las pocas veces que hablaba en plural como acto fallido se ponía muy nerviosa. En el barrio se la conocía como única e indiscutida dueña, pero sin embargo en mi investigación había encontrado varias personas que lo tenían muy presente a Ramón. Llegó un momento en que ya había escrito todo lo que podía sobre el tema, y seguía sin encontrar el meollo de la historia. Decidí seguir mi instinto de periodista y dejé el escritorio para pisar nuevamente “Ojo de buey” en busca de más respuestas.
Marta, con sus 83 años, estaba firme detrás del mostrador. Cuando entré estaba explicándole a una clienta todo el proceso de producción de su famosa cremona con un entusiasmo que no era propio de alguien que no sintiera nada por lo que hace. Cuando me vió se incomodó, me di cuenta de que no esperaba tener que hablar de vuelta conmigo. “Hola querida” disimuló su descontento intentando hacerme sentir cómoda “¿puedo ayudarte con algo?”. Ahí nomás le pregunté “¿Qué pasó con Ramón?” Algo me decía que Marta no era tan sosa como aparentaba y que en realidad había querido distraerme todo este tiempo. “¿Ramón? ¿Mi hermano?” “Sí, pusieron la panadería juntos ¿no? Pero me contaste que se había instalado en Uruguay con su mujer.” Marta miró de reojo para los costados como para chequear si sus dos empleadas y si la cliente que estaba atendiendo había podido escuchar algo desde la caja. La falta de expresión de las demás le dio tranquilidad y me hizo señas de que habláramos adentro. La panadería y la casa de Marta estaban en el mismo terreno: a tan solo una puerta de distancia estaba ese living con decoración ochentosa en el que me había recibido las dos veces anteriores.
“Mirá querida, tengo que reconocerte algo. No te fui del todo sincera.” Entonces me contó que ese día en que su hermano debía casarse en Uruguay fue él el que no se animó a viajar. La novia y su familia estaban allá esperándolo pero él no pudo cruzar ese puente. No por miedo a que se cayera, sino porque no supo cómo reconocerle a la persona a la que le había jurado fidelidad que en realidad nada sentía por ella. O eso le dijo a ella. “Él no supo enfrentar la situación como un hombre y yo, en lugar de empujarlo a que lo hiciera, lo acompañé en su cobardía”. Con el tiempo Marta se había enterado de que había otra personita que lo estaba esperando a Ramón en Uruguay y a quien también él, sin saberlo, había decepcionado: el pequeño hijo de él estaba apenas creciendo en la panza cuando Ramón plantó a su novia en el altar. Fue entonces cuando Marta lo obligó a su hermano a juntar coraje. “Los miedos que uno puede tener frente a otras cosas necesariamente tienen que desaparecer cuando los hijos se vuelven la prioridad”. Desde entonces había cruzado el Puente General San Martín una y otra vez llevándolo a su hermano a conocer a su hijo Mateo primero y a pasar tiempo con él después. Ramón fue tomando confianza y comprendió la importancia que tenía para él estar en la vida de Mateo y sanar, de algún modo, la ausencia de su propio padre. Fue en la vuelta de uno de estos viajes en que los hermanos decidieron abrir una panadería y ponerle, en homenaje al niño, el nombre de su comida favorita.
“Me dio vergüenza contarte la historia tal como fue. De lo que me arrepiento en realidad es de no haber impulsado a mi hermano a que cruzara ese puente. Quizás en el fondo yo misma tenía miedo de quedarme sin él, lo cual me da más bronca porque me hace sentir egoísta. La historia que te conté es la que me hubiera gustado que él tuviera. Nos acompañamos toda la vida, lo que creo que es algo lindo pero a la vez hizo que no hubiera lugar para nadie más. A Ramón lo perdí el año pasado, y aunque finalmente estuvo muy presente en la vida de Mateo, siempre me pregunté si hubiera sido más feliz si yo lo hubiera impulsado a irse.”
Había encontrado mi inspiración para el artículo. La historia detrás de la fundación de la panadería era más interesante de lo que creía. Pero descubrí además algo que siempre había estado delante de mi vista y en lo que nunca había reparado: lo importantes que son los puentes. Esos lugares de transición que nos permiten ir desde donde estamos hacia donde queremos llegar. Esas construcciones tan admirables por lo difícil que es llevarlas adelante son además una gran metáfora de lo complejo que puede ser a veces cruzar un río o un camino. Del valor que hay que tomar para despojarse de lo que uno fue y abrazar lo que uno puede llegar a ser. De dejar atrás lo cómodo, lo conocido, para descubrir un universo nuevo. ¿Qué hay después de los puentes que no nos animamos a cruzar? Al fin de cuentas la única forma de no quedarnos con la duda es atravesándolos.