
De golpe me veo sentada en el sillón de casa, con una taza de café en la mano y con mi piyama todavía puesto. Había empezado el día con mucha energía, pero su presencia me hizo bajar un cambio y me invitó a que mi pensamiento se perdiera mientras lo miraba. Ahí estaba colgado mi vestido de novia: impoluto, imponente, impecable. Era todo lo que yo había soñado durante tantos meses. Por fin lo tenía conmigo. Pero, lejos de sentirme plena, había sido la tristeza la que me había cortado la energía de golpe. Faltaba una semana para el casamiento y yo todavía no había tomado la decisión más importante.
Una vez más Mica había tenido razón: a pesar de ser algo que yo me había planteado desde el mismísimo momento en que supe que iba a casarme, era una pregunta que me empecinaba en dejar sin respuesta hasta el último momento. Internamente había armado el listado de “pros” y “contras” como hacía siempre con cada cosa que me acontecía. Pero nunca me decidía a darle el golpe final y terminar de analizarlo.
Estaba claro que amaba a Alejandro, entonces ¿por qué no era solo en él en quien podía pensar? ¿Por qué no me bastaba solo el tenernos el uno al otro? ¿Por qué tenía que pensar justo en ese otro él, si ese otro él nunca había pensado en mí?
Mientras el café se entibiaba mis ojos se llenaban de lágrimas. Sabía que no quedaba mucho tiempo por delante, que lo había postergado tanto que ya me encontraba entre la espada y la pared. Me odiaba por estar viviendo esos últimos días de soltera de esa manera; me odiaba por no permitirme ser feliz de una vez por todas; me odiaba porque volvía él a mis pensamientos y lo hacía protagonista de algo en lo que ni siquiera merecía ser parte. ¿O quizás sí lo merecía y yo estaba viéndolo todo al revés?
La última vez que lo había visto olía a su colonia de siempre y desde entonces no había podido sacarme ese olor de mi nariz. Era como si él me siguiera a donde quiera que fuese, aunque yo no fuera capaz de reconocérmelo ni de reconocérselo a nadie. Solo Mica, con esa impunidad que tienen las amigas de toda la vida, se había animado a preguntarme por él. Yo había intentado hacerme la superada, cosa que jamás funciona con quienes saben atravesar tus sentimientos con la mirada. Pero Mica aparentó creerme y no volvió a insistir sobre el tema, sembró su semilla y dejó que yo decidiera si quería hacerla crecer.
Querer quería, claro que sí. Él había sido desde siempre una de las personas más importantes en mi vida y era lógico que a mi no me diera lo mismo. Pero estaba herida, me había lastimado demasiado, y en ese tironeo entre el amor propio y el amor por el otro es que nunca podía terminar de tomar esa decisión tan importante. No me animaba a hablar del tema con nadie más. A lo largo de estos años de distanciamiento con él ya había escuchado la opinión y la postura de todos. Por primera vez la única que realmente quería hacer valer era la mía, sin contaminarla con las de los demás. La mía en su estado más puro. El tema era que ni siquiera yo sabía qué sentir. No quería lastimar a Alejandro, lo amaba demasiado. ¿Y si lo amaba tanto por qué no podía ser él lo único importante de este momento de mi vida?
Una parte de mí había creído que, llegada la fecha, iba a tener alguna epifanía, que vería las cosas tan claras que ésta terminaría decidiendo por mí. Aunque siempre fui una ferviente defensora de las epifanías, sabía en el fondo que esta no era una situación que se pudiera resolver de esa manera tan sencilla. Era momento de despertar y de preguntarme realmente qué quería hacer al respecto. Me despojé entonces del orgullo, costó sacar ese gran peso de encima. Una vez que éste se fue la situación se aclaró un poco más. ¿Lo quería? ¿Era importante para mí? ¿Había alguna resolución que necesariamente conllevaría un arrepentimiento? ¿Me preguntaría con el tiempo “Qué hubiera pasado si…”?
Junté coraje. Había llegado el momento de decidir. Volví a mirar mi vestido de novia buscando en él el empujón que me faltaba. Y lo llamé. “Hola Pa”. Escuché su voz y me largué a llorar.
No fue una conversación fácil. Dijo que hacía años que esperaba mi llamado, pero que no podía soportar que yo no quisiera a Antonia, la mujer que él ama. Algunas partes de la charla parecían un deja vu; en otras pudimos aportar algo nuevo. Hasta que finalmente le dije «Me caso» y se hizo un gran silencio. «¿No me ibas a invitar?» Me preguntó después de un rato. Otro gran silencio. Creo que recién entonces se dio cuenta del costo que tendría pasar más años sin vernos. «No lo tenía tan claro, pero ni bien te escuché me di cuenta de cuánto te extraño y cuánto me arrepentiría si no estuvieras ahí». Escuché del otro lado un suspiro de alivio. «¿Puedo entrarte?» me preguntó tímidamente. Su pregunta me dio ternura. «Podés acompañarme al altar.» Le aclaré, para que supiera que ese ritual no sería una entrega sino un verdadero caminar a la par.
Cuando corté respiré profundo. Era momento de calentarme el café y de arrancar finalmente ese último domingo de soltera. Volví a mirar el vestido de novia; seguía impoluto, imponente, impecable, pero había cobrado un nuevo brillo. La distancia con alguien que amamos nos abre una grieta que solo puede desaparecer cuando enfrentamos ese asunto pendiente. Me agradecí por haber dejado mi orgullo de lado para tomar la decisión a tiempo. Ya no quedaban preguntas sin responder. Ahora sí estaba lista para ser feliz.