Cuento #22. “Esos locos bajitos”

“Romi, ¿podés ir vos mañana al jardín a buscar los informes que faltan?”. Había llegado esa pregunta que en 35 días de cuarentena Romina tanto miedo tenía de escuchar. “Sos la que vive más cerca y ya no podemos estirarlo más”. Ella entendía todas las razones y sabía que en algún momento iba a llegar su turno, pero en el fondo siempre tenía la esperanza de que el aislamiento obligatorio para prevenir la rápida propagación del Covid-19 terminara antes de que eso ocurriera.

Ese lunes tomó valor, se equipó siguiendo todas las recomendaciones de higiene que ya se sabía de memoria y se dirigió al jardincito, ese jardín donde desde hacía 5 años estaba pudiendo desarrollarse en la profesión que amaba. Nada le daba tanta satisfacción como ver crecer a esos chicos que tanto quería y que tanto extrañaba desde que el encierro se había vuelto obligatorio. Siempre había pensado que no hay nada más triste que ver el jardín vacío; el contraste entre las risas y el bullicio que lo caracterizan a toda hora del día, con el del silencio sepulcral que lo inunda cuando cae la noche es tan profundo que Romina nunca lo había soportado por más tiempo del necesario. Esa era la verdadera razón por la que no le hacían mucha gracia las reuniones que se organizaban después de hora o las veces que había tenido que ir los fines de semana a dejar cosas preparadas para algún evento importante.

En estos días de cuarentena Romina no podía pensar en otra cosa más que en ese jardín vacío y silencioso. Le estrujaba el corazón ver cómo todo lo que con sus colegas habían planificado para hacer en esas hermosas aulas y en ese precioso patio ahora tenían que ser reducidas a actividades que debían caber en las 2 dimensiones de una pantalla de computadora. Ella era de las que pensaba que si los chicos no tenían especial riesgo con el coronavirus, eventualmente había que dejarlos ir a clases. El tiempo podía detenerse para todas las actividades, pero los chicos seguían creciendo y a esas etapas de desarrollo que estaban transitando no se les podía poner pausa ni rebobinar. Ellos necesitaban el contacto con otros chicos, el contacto con las maestras y la estimulación que solo el cara a cara puede dar.

Cuando llegó al jardín la estremeció el silencio, tal como había pensado que sucedería. Las aulas vacías, las carteleras a medio hacer, los juguetes demasiado ordenados. Para colmo a lo lejos se escuchaba algún inodoro corriendo y cada tanto crujían las tablas de las escaleras de madera. Estos sonidos daban a la escena mayor desolación.

No fue fácil reunir todos los informes y el material que la directora le había pedido que recogiera, así que Romina tuvo que pensar una estrategia para no sucumbir en la angustia del jardín vacío mientras cumplía con su tarea. Lo primero que intentó fue imaginar las voces de los chicos para sentirse un poco más acompañada. Se le vinieron a la cabeza las frases que había escuchado más recientemente en las clases virtuales “¿Cuándo vamos a estar descuarentenados?”, “Soñé que iba al jardín de nuevo”, “Yo no quiero dejar de abrazar”, “Entonces, si no voy a ir al jardín, ¿qué sentido tiene la vida?”. No pudo más que sonreír ante cada nueva ocurrencia que se acordaba de sus alumnitos, pero recordar la tristeza que ellos tenían por estar encerrados hizo que la angustia, lejos de achicarse, aumentara.

Romina había podido recoger casi todo pero justo la última documentación que le faltaba era en la que la Directora más énfasis había puesto y la que más le estaba dando trabajo encontrar. La incomodidad de ese espacio que solía ser tan amado para ella y que ahora le generaba tanta tristeza la hacía más torpe en sus acciones y esto le complicaba todavía más su búsqueda. Romina buscó otra estrategia: claramente el pensar en los chicos encerrados unido a ver el jardín vacío no estaba ayudando.

Buscó entonces en su cabeza otras frases, otros momentos que hubiera vivido con ellos y que no hubieran sido a través de la pantalla ni en este contexto tan raro. Así se acordó de la época en que Pedrito Díaz se tiraba de la silla gritando “¡Adiós mundo cruel!” Después de haber estado un fin de semana entero con su abuela escuchando las canciones de Enrique Guzmán. O cuando a la salida del jardín después de la expedición fallida por el Día de la Primavera en la que los gorritos de papel crepe mojados por la lluvia habían desteñido todos los delantales, Jazmín había abrazado a su abuelo diciéndole feliz “¡Abuelo, abuelo, mi delantal es mágico y cambió de color con la lluvia! ¡Seguro lo hicieron las hadas!”. Romina sentía cómo la calidez iba copando de nuevo su corazón y su pensamiento se iba calmando. Había encontrado en su cabeza ese lugar seguro, había recuperado la esencia de la inocencia de los chicos que tanto extrañaba.

La sonrisa se iba agrandando mientras los documentos iban apareciendo y seguía fluyendo el torrente de frases. Era como si en su cabeza Romina hubiera abierto una canilla que ya no podía (ni quería) cerrar. “Viajé con mis abuelos en el colectivo bajo tierra”, “Tus abrazos me curan todo, seño”, “Le dije a mi abuelo que me hace mal al corazón que se coma mis chocolates”, “Mi abuela dice que si Marcos me sigue molestando lo va a hacer paté foie”. Romina se tomó unos segundos para reflexionar. En casi todas las frases risueñas y anécdotas de fin de semana los chicos incluían a sus abuelos. Su abuela preferida sin dudas era la de Delfina: esa que con la amenaza de “hacer paté foie” a todo el que le hiciera mal, la hacía sentir protegida. Ella siempre supo lo importante que estas figuras son en la vida de los chicos, pero ahora los veía con otros ojos. Esos que para sus nietos solían ser superhéroes eran ahora considerados por la sociedad población de riesgo; eran hoy los más vulnerables. Un pensamiento sombrío corrió por la cabeza de Romina ¿Qué pasaría si realmente el virus se propagara tan rápido que todos ellos necesitaran ayuda al mismo tiempo? ¿Qué situaciones difíciles deberían vivir esos chicos que ella tanto quería? Sintió como si de golpe le hubiera caído la ficha. Quizás los chicos no eran los que estuvieran más en riesgo, pero todo lo que pudiera hacer cada uno en el lugar en el que se movía era una pequeña y a la vez gran contribución. Si el granito de arena del jardín era tener que trasladar las clases 3D a clases 2D por un tiempo, así sería. Sin dudas era mejor un jardín vacío que un jardín lleno de niños a los que las risas se le fueran apagado de golpe.

Ya en la puerta, con los documentos en mano y el barbijo puesto Romina dio un último vistazo al jardín. “Ya nos volveremos a ver” pensó “Cuando encontremos la manera de “hacer paté foie” a este coronavirus vamos a volver a llenarte de risas”. Romina sonrió y cerró la puerta tras de sí. Adentro quedaban congeladas esas tiernas vocecitas que algún día se volverían a oír.

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