Cuento #17. “El lobo feroz”

P.h. Canva

Dicen que al miedo hay que mirarlo a la cara. Olerlo, analizarlo, enfrentarlo. Solo así podemos lograr liberarnos de él. Aunque el miedo no es en sí malo: es un instinto natural que nos permite escapar de situaciones de peligro. Entiendo eso, uno siente un ruido y corre hacia el otro lado. Acción, reacción. ¿Pero qué pasa cuando el miedo es a una situación hipotética? A algo que no pasó, y no sabemos si va a pasar. ¿Hasta cuándo es útil tener ese miedo? ¿Cuándo nos lleva a la reacción que nos permita alejarnos del peligro? Si el peligro es invisible ¿cómo sabemos que efectivamente nos estamos alejando de él?

Cuando era chica le tenía pánico al lobo feroz, pero el peor momento de todos fue cuando descubrí que el lobo que se quiere comer a Caperucita y el lobo que se quiere comer a los tres cerditos no es el mismo lobo; “¿O sea qué hay muchos lobos sueltos y feroces?” Le dije con horror ese día a mamá. Se ve que ella estaba muy distraída para notar mi auténtico temor porque mientras ponía la mesa para comer terminó de crear con un “Sí” rotundo uno de mis mayores terrores de la infancia.

Por un tiempo me obsesioné con la presencia del lobo y arrastré a mi hermano a idear un millón de planes para ahuyentarlo. “La clave es que no sepa que estamos en casa” le decía yo, convencida de que, si el lobo venía a comernos y pensaba que no estábamos, se iría muy campante. Nos preocupábamos entonces por no dejar huellas: mamá nunca supo la verdadera razón por la que no queríamos usar zapatillas dentro de casa. En un momento llegué a creer que habíamos logrado despistarlo hasta que el miedo al lobo finalmente desapareció. Pero con el tiempo vendrían otros miedos (a la aceptación, a la humillación, etc.) y de todos ellos me escabulliría sigilosamente, como quien se cruza con alguien conocido en la calle pero se hace el disimulado para no tener que saludarlo.

A veces pienso que el Covid-19 vino para enfrentarme con todos mis miedos a la vez. El miedo a la muerte, a la muerte de mis seres queridos, al sufrimiento, a pasar hambre, a la soledad. El miedo a descubrir que la mezquindad y el egoísmo son más contagiosos que el mismo coronavirus.

Era una calurosa mañana de enero cuando decidí que el 2020 sería el año en que por fin enfrentara ese desafío que venía postergando: aceptaría el traslado que mi jefe me venía ofreciendo y tendría por fin la ansiada experiencia de trabajar en el extranjero. Hacía poco que había cortado con Martín y era el momento perfecto para irme. Ese día cuando me desperté vi con más claridad todas las cosas de mi departamento que no me gustaban y que durante tanto tiempo había seguido manteniendo solo por inercia; una metáfora de lo que pasaba en mi relación amorosa. Como siempre soy tan extremista, no bastaba con remodelar mi casa: me tenía que ir a vivir a Brasil, era un hecho.

Ese mismo día se lo comuniqué a mi jefe. Noté que las manos me sudaban y las piernas me temblaban, algo raro en alguien tan desfachatada como yo. ¿Sería un augurio de que iba por el camino incorrecto? Sacudí la cabeza para alejar el pensamiento. Mi jefe estaba entusiasmado con mi noticia y yo también, eso era todo lo que importaba. El futuro era una gran conjetura que no había por qué enfrentarla con temor.

Para una personalidad ansiosa como la mía los tiempos burocráticos de las empresas son una de las mayores torturas. “No te preocupes, para marzo seguro ya estás viviendo allá” me decía mi jefe. Hasta entonces viví en stand by esperando que saliera finalmente la bendita aprobación del traslado. Cada semana que pasaba había un papel nuevo por presentar, o un nuevo “pero” con el que lidiar. Y ahí aparecía otra vez mi costado instintivo para preguntarme “¿no será esta una señal?”. En esos momentos volvia a sacudir la cabeza, cada vez con más fuerza, para ver si de una vez podía ahuyentar esas malas vibras.

Finalmente llegó marzo y llegó el “Sí, podés irte”. La empresa ya había alquilado el departamento que sería mi casa en San Pablo por los siguientes seis meses. Aunque me habían dicho que todo el mundo en la oficina hablaba en inglés, había estado practicando portugués a través de una aplicación cosa de no sentirme completamente en Babia cuando saliera a comer afuera o a comprar ropa. Esta última era una de las actividades que más me entusiasmaban de vivir por un tiempo en semejante epicentro de la moda.

Preparando la mudanza me di cuenta de qué pocas cosas necesitaba realmente para hacer propia mi nueva casa en ese país que todavía no conocía. Todo lo que quería llevar entraba en dos valijas, el resto quedaría en mi hogar que un inquilino habitaría por el tiempo que yo no estuviera. Un amigo, de un amigo, de un amigo con el que habíamos podido arreglar todo sin intermediarios.

Por entonces las noticias del coronavirus que venía azotando a China desde hacía varios meses y que estaba arrasando con Europa ya estaban en todos los medios. Creí que la mayor precaución que debía tomar era cuidarme en los aeropuertos, lo que se traducía a usar mucho alcohol en gel y ya. Que mis papás no quisieran despedirme en el aeropuerto me pareció extraño y exagerado, pero respeté su decisión. Nos dimos un abrazo fuerte cuando fui a su casa a despedirme de ellos y noté que tenían cierta tensión. “¡Qué locura, cómo los medios pueden generar este miedo!” Pensé. Mamá atinó a preguntarme si no me habían cancelado el viaje desde la empresa, lo cual me pareció un delirio; “Se nota que no conocés el mundo de las multinacionales, mamá, mirá si van a cancelar semejantes proyectos solo por una gripe”. Cuánto me arrepentiría tiempo después de haberme mostrado tan soberbia.

Cuando en Ezeiza vi a personas que usaban barbijo me corrió cierto escalofrío; me dejé el alcohol en gel a mano convencida de que esa era toda el arma que necesitaba para llegar sin problemas a mi tan ansiado San Pablo. Me autoconvencí de que no iba a dejar que la paranoia generalizara opacara ese desafío personal que estaba enfrentando.

Llegué un domingo a San Pablo. El departamento que me habían alquilado era mucho más chico de lo que me imaginaba, pero no me importó porque iba a estar afuera la mayor parte del tiempo. Acomodé mis cosas, me di una ducha y salí disparada a conocer el barrio. Fui caminando hasta las oficinas de la empresa y un gran cosquilleo me recorrió el cuerpo cuando me paré frente a ese gran edificio espejado. Hice algunas compras para cocinarme la cena a la noche y mientras volvía caminando por la Avenida Zaidan me preguntaba si sería ese mi recorrido habitual de mi nueva vida.

Para no sentirme sola, como solía hacer en mi casa de Buenos Aires, pasé toda mi primera noche en San Pablo escuchando música: mientras ordenaba, mientras cocinaba y mientras comía. Así, aturdiéndome, creía que podía ahuyentar el miedo que traía la pregunta «¿me habré equivocado?».

Al día siguiente ya estaba preparada para encarar el primer día de mi gran sueño cuando me llega un mensaje de mi jefe “Llámame ni bien puedas”. Al parecer en las oficinas de Buenos Aires estaban muy preocupados por mí porque en Argentina ya se había declarado a Brasil como país de riesgo. “¿De riesgo de qué?” Le pregunté ingenuamente “Los que vienen de Brasil se tienen que quedar en cuarentena, 15 días encerrados en sus casa, porque pueden ser portadores del coronavirus”. Me pareció extraño, era como si me estuviesen hablando de una realidad paralela. En San Pablo la gente seguía haciendo su vida como si nada mientras que todas esas personas, si hubieran decidido viajar a Buenos Aires en ese momento, deberían quedarse encerradas en sus hoteles. Insólito. “No vayas a las oficinas todavía, queremos hablar antes con ellos para asegurarnos de que estén tomando las medidas necesarias. No queremos exponerte. Mientras tanto podés hacer home office.”. “¡Qué caro me costó venir hasta acá solo para hacer home office desde un departamento que es la mitad del que tengo en Buenos Aires!” Pensé. Pero es mi jefe y se lo notaba decidido así que no lo cuestioné.

Los días pasaron y yo seguía sin conocer la oficina ni a las personas con las que debía trabajar. Seguía hablando con ellos por videollamada como si estuviéramos todavía divididos por las fronteras de nuestros países. Me sentía ridícula cumpliendo una cuarentena que no estaba decretada en una ciudad en la que no había muerto nadie por este virus que tanto revuelo estaba causando. Pero yo disfrazaba mis días con videollamadas, clases online y maratones de series y de lecturas. Me autoconvencía de que igualmente estaba disfrutando de mi experiencia, aunque todavía no se sintiera como la había imaginado.

Pero llegó el día en que me di cuenta de que la preocupación de mi mamá primero y de mi jefe después no eran en vano: el 17 de marzo falleció el primer hombre contagiado con Covid-19 en la ciudad de San Pablo. El problema se hacía entonces más real. El 24 de marzo el gobernador Joao Doria decretó la cuarentena obligatoria en mi nueva ciudad y el 26 del mismo mes el Presidente Alberto Fernández cerró las fronteras de mi país. Intentando cumplir un sueño me había quedado a mitad de camino, varada en un lugar completamente extraño.

Me desplomé en el sillón tratando de decodificar todo lo que estaba pasando. Mi cabeza iba tan rápido como el corazón que galopaba frente a cada nuevo pensamiento. Ya no tenía fuerzas para sacudir la cabeza y ahuyentarlo. Ya no podía elaborar planes para evadir los miedos. Todos los “lobos feroces” entraban a mi nuevo departamento y se iban apiñando mientras mi energía se desplomaba. ¿Sola en un país que no conozco? ¿Lejos de mi familia y de mis amigos? ¿Encerrada en una casa que no es la mía? ¿Y si me enfermo? ¿Y si se enferma la gente que quiero y no puedo ir a verlos? ¿Y si, y si, y si?

“Siempre hay dos caminos para elegir” solía decirme Martín “uno quizás es más evidente, otro quizás está más desdibujado. Pero solo porque conlleve esfuerzo dilucidarlo no lo ignores: ese puede ser el camino que a la larga te haga mejor”. ¡Cómo lo extrañaba a Martín ahora!

Después de pasar varios días de mucha angustia, una mañana aproveché esos segundos de vitalidad que tiene el cuerpo después de bañarse y me propuse pensar cuáles eran esos dos caminos: uno era el de la desesperación, claramente, ¿y el otro? En los anuncios de Instagram encontré mi respuesta: el otro camino, el único que encontraba, era el de la meditación.

Ese primer curso que hice no me gustó mucho, pero por lo menos me dio las primeras herramientas. Probar meditaciones guiadas diferentes ya me había dado un propósito para esa semana. Así, buscando opciones, la encontré a ella: una instructora cálida, que me hablaba justo de lo que necesitaba oir, que me hacía preguntarme las cosas que necesitaba enfrentar y que al mismo tiempo me transmitía esperanza. Desde entonces mis días tienen home office, videollamadas y meditaciones guiadas.

La vida me puso frente a mis mayores miedos. A los cachetazos me enseñó que no puedo distraerlos, ni evadirlos, que la única forma de sobrellevarlos sin perderme en el camino es mirándolos a la cara. Solo así, enfrentándolos en mis sesiones de meditación, es que puedo desenredarlos de a poco y quitarles fuerza. Ya no me escondo. Ya pueden decirle a los lobos que estoy en casa.

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