
Todos los veranos íbamos a visitar a mi abuela a su estancia «Los Ombúes» cerca de Rufino, Provincia de Santa Fe. A mi hermano y a mi nos encantaba escabullirnos de la “gran ciudad” y sumergirnos por un tiempo en ese mundo paralelo donde yo, por alguna razón, me sentía protegida. Una vez le pregunté a mi abuela por qué había elegido ese nombre para su estancia. Mi hermano con tono burlón me dijo «¿No ves el ombú gigante que hay en la entrada?» «Si pero es solo uno y no tuvo hijitos» le dije sacándole la lengua. A mi abuela se le llenaron los ojos de lágrimas: “Algún día, m’hija, te voy a contar la historia completa” me contestó.
A mi abuelo no lo conocí. Murió cuando yo recién había nacido. Pero, como pasa con esas personalidades fuertes que dejan un gran vacío en las familias, su recuerdo estaba tan vivo que trascendía todas las generaciones. Mi abuela había envejecido de golpe una vez que había enviudado, o al menos eso es lo que decían todos. Cuando éramos chicos nos inventaba tantos juegos y nos cantaba tantas canciones que yo siempre asumí que era feliz. Recién cuando fui más grande me di cuenta de lo cansados que se veían sus ojos.
Si bien mi abuelo era una figura presente porque todo Rufino lo nombraba cuando nos veían y porque mamá nunca dejó de hablar de él, rara vez mi abuela lo mencionaba. Pero lo que sí hacía, y a mi siempre me llamó la atención, era hablar en plural “Acá estamos muy bien” “Nos fuimos a dormir temprano” “Hoy comimos guiso de lentejas”. Como vivía sola nunca sabía bien a quién más se refería, pero tampoco le quería preguntar para no arruinar su ilusión.
Cuando íbamos con mi hermano a la estancia “Los Ombúes” no había nada que mi abuela no hiciera. Cocinaba, limpiaba, sembraba, ordeñaba. Siempre tuvo gente que trabajaba con ella, pero siempre también tuvo las manos llenas de callos y los pies llenos de ampollas. Los rituales eran sagrados en la estancia: desayunábamos en la galería, trabajábamos toda la mañana, almorzábamos en el comedor, dormíamos una larga siesta y después cabalgábamos si el día era lindo o jugábamos a las cartas adentro de la casa si llovía. Mi abuela siempre nos inculcó la importancia del esfuerzo, por eso, aunque nosotros estuviéramos de vacaciones, ella no concebía que no hiciéramos nada en todo el día. Pero la tarde sí era nuestro momento de descanso. “Disfruten del placer del deber cumplido” nos decía.
(Sigue en mi libro).
[Este cuento forma parte del libro «#CuentoConVos» publicado bajo el sello de @editorialolivia. Para más información ingresá acá 💜]