
Un agua sin gas, una ensalada Caesar y una barrita de cereal. Ah, y una sopa Quick por si me agarra hambre a media mañana. Me pongo en la fila para pagar en la caja y chequeo el reloj; con satisfacción compruebo que son las 8:30 am y ya estoy asegurándome el almuerzo. Hoy va a ser un buen día.
Llego a la oficina 8:45, como siempre. Esos 15 minutos antes de sentarme en el escritorio y ponerme a trabajar son clave: paso por la cocina, dejo el almuerzo en la heladera, me preparo un café mientras converso con Marcos (casi siempre sobre fútbol) y agarro una medialuna de la mesa. Una vez que llego a mi lugar, saco la computadora de mi mochila, la apoyo en el escritorio y antes de abrirla saboreo un poco mi café. Después ordeno mis papeles mientras inicio sesión y organizo el trabajo del día. Más o menos a esa hora llega Belén y conversamos unos 5 u 8 minutos (casi siempre sobre Game of Thrones).
Durante la mañana voy mechando trabajo con limpieza de mails: “Los libros más leídos de este año”, “Empezá hoy a aprender dibujo”, “Clases de guitarra con 30% off”. “¡Cómo me gustaría tener tiempo para todas estas cosas!” Pienso. Por alguna razón, ese de la clase de dibujo no lo borro. Como si tenerlo ahí fuese acercarme un poco a esa pasión que tuve de chico y que nunca retomé. Una parte de mi se siente dibujante, aunque los últimos veinte años sólo haya tocado lápices para hacer cálculos rápidos en alguna reunión o durante alguna call.
Me encanta el folclore de la oficina, no lo puedo evitar. Ese ambiente silencioso que transmite sensación de productividad. Me encanta saber qué va a pasar cada día, que no haya demasiadas sorpresas. Me encanta ver gente y conversar pero a la vez no tener que relacionarme demasiado con nadie. Fui a algún after office solo para no parecer un ermitaño, pero en el momento en que se dispersa la atención aprovecho para irme. Llegar a casa, abrirme una cerveza y tirarme en el sillón a ver Netflix vale más que cualquier bar con olor a pucho y papas fritas grasosas.
Pero la realidad es que la mayor parte del día hago cosas que básicamente me aburren. Intento darle un sentido a esos números, estadísticas, informes. Casi siempre es un sentido práctico pero nunca es un sentido de satisfacción personal o trascendente. Claro que a través de los años fui creciendo y me gusta eso de ganar más plata y ser más reconocido. Pero cuanta más plata gano, más me comprometo con este trabajo que no me gusta y más me cuesta salir de acá.
En esos momentos de tedio en los que me pregunto «¿qué estoy haciendo realmente con mi tiempo?» apaciguo mi angustia con unas buenas compras online. De esa forma siento que mi tiempo es plata y que mi plata se transforma en cosas que disfrutaría tener. Algo así como una satisfacción inmediata a cambio de una insatisfacción diaria. No me parece muy razonable pero no me detengo a pensar mucho en eso.
A la tarde me tomo otro café y alguna medialuna más y así pasa el día. Llego a casa 6:30: pantuflas, cerveza, Netflix. Mientras veo la tele miro de reojo esos lápices para dibujantes profesionales que me compré en mi último viaje a EEUU y ese cuaderno tamaño A2 que me tentó en la librería artística que está abajo de la oficina. El cuaderno tiene unos 3 o 4 años y sigue en blanco. «Podría dibujar» pienso «no, estoy muy cansado, mejor mañana». Y así se va un día más.
Un agua sin gas, una ensalada caprese y una barrita de cereal. Hoy creo que no voy a necesitar la sopa Quick.
«Escuchaste los rumores» me dice Marcos mientras nos preparamos el café en la cocina «parece que quieren decretar cuarentena obligatoria. Todos a nuestras casas.» Me quedo perplejo. «¿Un toque de queda? ¿No vamos a poder salir?» «Así parece».
Me parece tan extraño que dedico un rato de esa mañana a leer los artículos del diario. Sabía que el COVID-19 estaba avanzando, pero no creí que tan rápido ni que acá se fueran a tomar medidas tan extremas de un día para el otro.
Esa noche el Presidente lo confirma por cadena nacional: cuarentena obligatoria. Salvo aquellos que desempeñen tareas esenciales y tengan que ir a trabajar, solo podríamos salir para hacer compras en el supermercado o en la farmacia. Claramente lo mio no era una tarea esencial. De pronto me acuerdo que dejé mi agenda en la oficina y entro en una especie de colapso mental. Por suerte la computadora la tenía conmigo y por suerte la agenda papel no hace más que reflejar en realidad lo que está en la agenda virtual.
Me llega un mensaje de WhatsApp de mi jefe «Hasta nuevo aviso, home office». «Espectacular» pensé. Si este virus es tan contagioso como dicen mejor quedarse adentro. Y además un día de home office a la semana ya me estaba quedando corto.
El primer día se sintió como cualquier día de home office y después ya vino el fin de semana. Fue raro no tener plan, no ver a los muchachos ni a mis viejos, pero fue como un finde de fiaca y panzada de series. El lunes me levanté optimista, pensé que lo mejor era armarme una rutina. El martes a las 6 pm colapsé.
Ya había trabajado tanto que tenía casi todos los objetivos de la semana cumplidos. ¡Pucha que era productivo no tener gente con quien charlar! Ya había limpiado todo el departamento porque Elsa no iba a poder venir hasta nuevo aviso. Ya había hecho las compras en el super para abastecerme por un año más o menos y ya había cocinado para la noche. ¿Y ahora?
Nunca pensé que Netflix podía empezar a aburrirme y nunca el balcón me pareció tan atractivo. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo imprescindible que era tenerlo para sentir por un ratito el viento en la cara.
Sabía que al día siguiente no iba a tener mucho trabajo para hacer y eso me deprimía un poco más. Agarré ese libro a medio leer que tenía apoyado en la mesa de luz y que venía desde hace meses juntando polvo pero no… la lectura no es lo mio.
Videollamada con los viejos, videollamada con los chicos, videollamada con alguna candidata. Ya está, no había mucho más Zoom para explotar.
Y de golpe ahí los vi: los lápices y el cuaderno. Una luz especial los iluminó o al menos así lo sentí yo. De repente me di cuenta de que me habían regalado ese tiempo que siempre creía no tener. Y así empecé a dibujar. Primero unas líneas tímidas, después trazos más gruesos. Cuando me quise dar cuenta ya eran las 11 de la noche y mi panza me pedía que por favor comiera algo.
Al otro día hice lo poco que me quedaba de trabajo y retomé ese cuaderno A2 que por fin se estaba llenando de vida. Descubrí tutoriales para aprender a dibujar por internet y desempolvé libros de dibujo que alguna ex novia entusiasta me había regalado para algún cumpleaños. Y dibujé, dibujé, dibujé. ¡Qué bien se sentía!
Casi ni pensaba en el tiempo, solo para cumplir con el trabajo y para comer. Fue entonces cuando desapareció ese tedio, ese sentir que las horas corren y que lo que te ocupa no te interesa ni un poco. De golpe las horas se llenaron de emociones y cada nuevo dibujo era un nuevo desafío y una nueva satisfacción. ¿Quién sería yo después de esto? ¿Cómo sería mi vida? Realmente por primera vez no podía responder a esa pregunta. Pero la pasión por dibujar ya se había instalado en mi. Es como si todos esos últimos años hubiera estado dormida, como si todo yo hubiera sucumbido en un gran sueño y mi motor hubiera sido la inercia que me llevaba por un camino monótono pero seguro. Ahora mi motor era otro y eso ya no lo podía cambiar. Necesité estar encerrado para entender que no hay otro momento para hacer lo que amamos hacer más que el ahora; porque todo, absolutamente todo, empieza hoy.