
Siempre fue un hombre muy reservado, de esos que se trae su propio almuerzo y come compenetrado frente a un libro para que nada haga creer a los demás que está aburrido o que no quiere estar solo. Siempre admiré a esas personas que disfrutan de su soledad… aunque en el caso de él algo me decía que en el fondo necesitaba un poco de compañía.
A mi no me cuesta hablar con la gente, por eso creo que aunque roté por diferentes puestos siempre estuve en atención al cliente. Es que me gusta eso de saber del otro, aunque solo sea el gusto de cigarrillos o de golosinas. Toda la gente es distinta y este tiempo que hace que estoy trabajando acá vi llevarse las combinaciones más extrañas: unos bizcochos, con tres chicles, un helado, dos yogurts y un sandwich. Parecen menues de picnics improvisados y poliformes.
Me gusta transmitir alegría a las personas que pasan por la estación, y soy conocida entre mis compañeros por estar siempre «pum para arriba». Pero a él… a él nunca pude sacarle ni una sonrisa.
“Jornada de integración para todos los empleados” ¿qué podía ser más divertido que compartir un día distendido con todos los compañeros de trabajo? Esa seguro era la mejor oportunidad para ganarme también la simpatía de él. Pero no. No podía estar más equivocada.
No dejé que su indiferencia me afectara. El resto del equipo, que era muy grande, había hecho de ese día uno realmente especial, para el recuerdo. Brindar un servicio, estar cerca de la gente y estar unidos, me parecía que eran los elementos claves para que mi trabajo me llenara de orgullo. Cuando el jefe sacó además la bandera de Argentina no pude contener las lágrimas: “pónganse juntos, bien apiñados, así salen todos bien”.
Él seguía siendo para mi una incógnita. Con el tiempo pasé de la intriga, a la obsesión y finalmente, contra todas mis tendencias naturales, a la indiferencia.
Quizás por eso ni siquiera reconocí su voz cuando ese día se acercó y me dijo “yo no tengo a nadie, pero vos tenés a todos. Andate ya para tu casa”. Yo estaba distraída ordenando las galletitas en el estante. Escuché su voz pero no me pareció que me estuviera hablando a mi. Cuando me di cuenta de que así era seguía sin entender qué era lo que me estaba diciendo. “¿Qué cosa?” Le pregunté. “¿No estás leyendo los diarios? El virus va a llegar acá y vos estás muy expuesta. Tu marido y tus hijos necesitan que vos estés bien. No los pongas en riesgo, no te pongas en riesgo. El asma de tu esposo puede hacer que no salga indemne. Tenés que tomarte licencia y te tenés que ir.”
Eran tantas las cosas para procesar que mi cerebro tardó en descifrar toda la información. Por empezar, ¿había registrado que yo tenía familia y además que mi esposo era asmático? ¿Sería cierto que él no tenía a nadie y por eso su soledad era en realidad sinónimo de tristeza? Claro que había leído sobre el COVID-19, o coronavirus, pero ¿cómo iba a dejar de ir a trabajar? Me parecía impensado. “Gracias” le dije cuando pude reaccionar “pero no te preocupes. Ya hubieron otras enfermedades antes y nunca por eso dejé de venir a trabajar. Voy a cumplir. Como siempre.”. Noté que su gesto, ya de por sí preocupado, se tornaba todavía más serio. Sentí que no era la respuesta que esperaba y pude vislumbrar un poco de desesperación.
Si bien en mi respuesta me mostré segura esa noche no pude dormir bien. ¿Realmente estaría poniendo en riesgo a mi familia? No, seguro estaba exagerando. El virus todavía no estaba acá, y si llegara en algún momento no sería ahí el primer foco de contagio, nos daría tiempo para prepararnos. ¿O no?
Las semanas se sucedieron aceleradamente. El virus ya era una realidad y aunque había ciertos rumores y protocolos de prevención que recomendaban cumplir, todavía no se había tomado desde el Estado ninguna medida. Los muertos en Europa iban en aumento y cada vez eran más los países afectados en todo el mundo. Cuando mi mirada se cruzaba con la de él podía ver cómo, día a día, su ceño se fruncía más y su preocupación aumentaba.
“Reunión de personal”, había dicho el jefe, pero en un espacio abierto y separados entre nosotros por un metro de distancia. ¿Dónde había quedado el apiñarnos para la foto? “La situación se está complicando” dijo por fin cuando estuvimos todos reunidos “el Presidente va a tomar ciertas medidas drásticas. Si bien nosotros vamos a tomar todas las precauciones para preservarnos, no nos podemos dar el lujo de parar. De nosotros depende que el combustible pueda transportar tanto a los enfermos como a quienes deben cuidar de ellos, y que, mientras el pueblo argentino tenga que estar recluido en sus casas pueda acceder igual a todas sus necesidades básicas. El Estado está evitando que el virus nos mate, pero nosotros, entre otras cosas, tenemos que evitar que la gente se muera de hambre.”
Un silencio sepulcral se hizo presente cuando el jefe terminó de enunciar sus palabras. El sentido de responsabilidad se mezclaba con el miedo en cada uno de nosotros, por nuestro destino y por el de nuestras familias. Pero a la vez sabíamos que estábamos ocupando un lugar clave en esta historia y que no era delegable. “Vamos a cuidarnos y a cuidarlos. Estamos juntos en esto”.
Justo cuando una lágrima empezaba a caer por mi cara sentí un fuerte apretón en la mano con una textura extraña. Él, que desde hacía un tiempo había tomado la medida de usar guantes de latex, me estaba regalando por segunda vez una muestra de cariño.
Quizás no fuésemos parecidos. De hecho somos muy distintos. Quizás él no era como las otras personas, que festejaban mi buen humor o me regalaban sonrisas al rolete. Pero, a su manera, se sentía parte del grupo.
Entonces sentí coraje. No era fácil lo que teníamos por delante. No sería fácil seguir trabajando sabiendo que estaríamos muy expuestos. Pero lo estábamos enfrentando en equipo. Y quién sabe, quizás algunos meses después podríamos apiñarnos nuevamente para sacarnos una foto con una gran pancarta que dijera “Lo superamos, y lo hicimos juntos”.