
Claro que ser hermana menor no es fácil. Los hermanos mayores se aprovechan de nuestras ganas de jugar y de ser más grandes para hacernos hacer todo lo que ellos no quieren. Vendrían a ser un buen ejercicio de jefe-empleado de la vida. Pero hubo un día en que entendí que tampoco es fácil ser hermana mayor.
Me acuerdo como si fuera ayer. Todavía el sol no estaba tan fuerte y se podía llegar descalzo desde la carpa a la orilla sin perder en el camino la planta de los pies. Yo iba feliz con mi vincha blanca, esa que tenía un gran moño con lunares rosas. Desde que la abuela me la había regalado para Reyes no la había dejado de usar ni un solo día. Claro que Lila me cargaba, me decía que era una versión trucha de Minnie Mouse. Pero yo no me lo tomaba muy en serio; en el fondo estaba convencida de que ella sentía celos de que yo siempre recibiera regalos más divertidos. Ella era la mayor y eso parecía ir de la mano con los regalos más serios, aburridos… de grandes básicamente.
Casi llego a la orilla sin gritar de dolor por la arena caliente, y eso se iba transformando en mi en una de esas euforias infantiles que hacen que pequeñas victorias parezcan grandes triunfos. Pero de repente sentí un gran tirón en la cabeza que me descolocó completamente. No se de dónde había salido la mano, pero en una fracción de segundos vi cómo un completo desconocido se hacía de mi vincha blanca. Cuando entendí lo que estaba pasando grité, pero no ya de euforia sino de enojo. ¿Quién era acaso él y qué se suponía que estaba haciendo?
“Es ridícula” me dijo “las nenas como vos no tienen que usar estas berretadas”. ¿Cómo que “berretadas”? ¿Cómo las “nenas como yo”? ¿Acaso no todas las nenas eran como yo solo por el hecho de ser ellas también nenas? Sentí que me estrujaba el corazón. Ese extraño, con esas manos grasosas y olorosas, estaba ensuciando mi más valioso tesoro de ese verano. Y encima lo estaba criticando al tiempo que lo arruinaba. Me quedé dura como una estatua. El oloroso aprovechó mi confusión para darme la espalda y alejarse de mi. Yo, que en mi familia era tildada como “la de carácter fuerte”, no pude ni siquiera patalear.
Pero sentí una mano en mi hombro y de golpe supe que todo iba a estar bien. Con la voz temblorosa Lila le dijo al oloroso “Devolvele a mi hermana lo que es de ella”. Para mi habían sido las palabras más determinantes que podía escuchar… pero el oloroso ni se inmutó. Siguió caminando mientras que estrujaba todavía más mi vincha en su mano. Cuando pasó por al lado de un tacho rebalsado de yerba, pañales sucios y esqueletos de choclos, nos dedicó una mirada desafiante y tiró mi vincha a la basura.
Mientras mi tesoro se hundía en la suciedad me acordaba de ese momento en que yo rompía el envoltorio para descubrirlo. Cada vez que mi abuela nos hacía un regalo lo arropaba con un papel especial. No importaba lo que fuese, ni de dónde hubiera salido. No importaba si era caro, era barato o si se lo habían dado gratis. El envoltorio siempre era el mismo y para nosotras el regalo siempre tenía igual valor. Cuando descubrí la vincha emití un gritito de euforia: era exactamente igual a la que había dibujado el día anterior. ¿Cómo había hecho la abuela para encontrarla? ¿Cómo hacía siempre para encontrar todo? ¿Era acaso un don de abuela?
Lila no lo dudó, fue corriendo a la basura y hundió la mano en la mugre. Cuando vi que sacaba de ella mi vincha, que ya no era blanca pero que seguía siendo hermosa, me dio un golpe de alegría en el corazón. Se acercó y me dijo “¿Qué sería de la falsa Minnie sin su moño?” Y me sonrió.
Es increíble cómo arbitrariamente alguien puede arrebatarte algo importante, hacerlo un bollo y hundirlo en la mugre. Cómo se puede desvanecer de golpe algo tan preciado. Pero también es increíble cómo alguien con un simple gesto puede hacerte sentir seguro, protegido, cuidado y querido.
Esa noche la abuela lavó durante largo rato mi vincha con jabón blanco y después la dejó en remojo para que terminara de salir toda la mugre. Esa noche Lila y yo también nos bañamos, nos sacamos la arena del día y la sal de la piel. Pero sobre todo nos limpiamos de ese ultraje que habíamos vivido.
Creo que ese fue el día en que empecé a admirar a Lila. A admirarla de verdad. Ahora entiendo que fue por la forma en que no dudó, ni en cuidarme, ni en defenderme, ni en meter la mano en la basura. Quizás entonces no era que tuviera celos de mi vincha, seguramente de verdad pensara que no era linda. Pero no importaba: para mi era importante y eso la había hecho valiosa para ella también.
Esa noche ambas gritamos con euforia. Ya no recuerdo si era porque logramos hacer olas en la bañadera sin que rebalsara, o porque supimos que teniéndonos como hermanas ya nada podía hacernos falta. Quizás fuese un poco de cada cosa.