Es una de las palabras que más odio de nuestro vocabulario, quizás porque se aleja de todo lo que nos hace bien. La violencia engendra más violencia, está clarísimo. El problema es que a veces nos olvidamos de que no son solo los grandes actos violentos los que nos dañan, sino también esas particulas tóxicas que se desprenden de los maltratos, los gritos, los insultos, las humillaciones. La violencia es peligrosa porque muchas veces se camufla y se intenta justificar con actos que parecen tener una buena intención. Alguien que grita mucho quizás se vanagloria de ser pasional. Alguien que humilla al otro se vanagloria de ser sincero y frontal. Etc, etc, etc.
Detectar la violencia hacia uno tendría que ser tan sencillo como preguntarse «¿Su actitud me lastimó de alguna manera, aunque no sea físicamente?». Si la respuesta es sí la solución es clara.
Hay situaciones que se pueden conversar, cambiar, mejorar. Pero hay otras situaciones que no dan lugar a confusión.
Ataque en patota. Lo mataron a golpes. Le patearon la cabeza. Se estaba ahogando en su propia sangre. Violencia pura.
Y ahí es cuando volvemos para atrás. A esas partículas de maltratos a los que no les damos importancia pero que un día se vuelven gigantes y ya no podemos tapar.
Así como el amor se mide en pequeños actos, la violencia se combate en pequeñas circunstancias. No dejemos pasar actos violentos. No dejemos que lo tóxico se convierta en normal. No camuflemos sentimientos negativos con supuestas buenas intenciones. Las buenas acciones hacen bien y ya. El amor se ve claramente, sin excusas. Eduquemos en ese amor transparente y no en esa falsa teoría de que la hombría se mide en piñas dadas y piñas recibidas.