Cuento de octubre: «Las botas alondra»

[Este cuento nació de la iniciativa #ContamosJuntos que lancé en Instagram. Nora Martínez aportó el nombre del personaje principal, Vicky Funes el sentimiento que la mueve y Any Dawsonmtz la palabra clave del título. Si querés ser parte de la próxima iniciativa, quedáte atento a las novedades de mi perfil.]

– Claro que tenés un don, todos tenemos un don… Pero, ¿sabés cuál es tu problema? Que a vos el tuyo te queda demasiado grande. – Delfina le sostuvo la mirada a Mercedes mientras escuchaba la última daga que le estaba clavando en el corazón. En medio del fuego que sentía por la furia incontenible que le daba escuchar hablar a su amiga, se prometió a sí misma que jamás volvería a darle ese poder. Que nunca volvería a ponerla en la posición en que pudiera lastimarla… otra vez.

– No creo que exista tal cosa – Delfina sabía que probablemente esta fuese una de las últimas conversaciones que tendría con Mercedes. Quizás por eso, o quizás porque no podía hacerlo de otra manera, es que pensaba dar batalla hasta el final. – Todos venimos a esta Tierra para cumplir con una misión, y si ese don es lo que me permite cumplir la mía, entonces claramente está hecho para mí. – Mercedes lanzó una risa irónica. Seguían mirándose fijamente como si con la energía de ambas algo tuviera que quedarse levitando entre las dos.

Mercedes fue la primera en quebrar la tensión. Agarró su cartera, sacó plata de su billetera y la tiró con desprecio en la mesa. Se levantó, se acercó a Delfina y antes de darle un beso en la cabeza le susurró «Que vos y tu don tengan una feliz vida». Lágrimas de bronca empezaron a brotar de los ojos de Delfina. ¡Tanto le había quedado por decir! Y, sin embargo, sentía que en todos esos años de amistad ya se habían dicho todo.

Delfina volvió caminando a su casa, con el piloto caído de un hombro y la cartera colgando de una mano. Se daba cuenta de que se estaba empapando por completo pero no le importaba; era muchísima más dolorosa la inundación que sentía por dentro. Cuando llegó a su casa fue directo al lavadero a dejar todo lo que estaba mojado (es decir, todo) y agarrar la primera toalla que encontró en la montaña de ropa sucia que día a día iba creciendo.

-¡¡¡¡Mami!!!!- Nina la abrazó con todas sus fuerzas hasta casi hacerle perder las suyas. – ¿Qué te pasó? – Marcos la recibió desorientado. – ¿Estás bien? – Delfina rompió en llanto y lo abrazó a Marcos mientras Nina seguía agarrada a su pierna, feliz de pensar que, después de todo, esto era un abrazo de equipo.

Después de una ducha caliente, Delfina se metió en la cama. A lo lejos escuchaba la conversación de Nina con Marcos sobre la cáscara de banana, la pelea con su amiguita Mía y el menú de la vianda del día siguiente. Cuando Marcos entró al cuarto, después de haber acostado a Nina, la encontró a Delfina a oscuras con la mirada clavada en el techo. Le acercó una taza de té y prendió el velador.

– Bueno, ya está. Ahora sí, ¿me podés contar qué te pasa? –

– Me peleé con Mercedes –

Marcos se la quedó mirado inexpresivo.

– Sí, ya sé. No es novedad. Pero esta vez fue distinto. – Marcos la siguió mirando descreído. – Esta vez se metió con lo único que siempre me dio seguridad: mi vocación.

– Pero no entiendo por qué le das tanto crédito.- Delfina le sostuvo la mirada desencajada. – ¿Cómo no le voy a dar crédito? Me conoce de toda la vida.

– ¿Y? Vos también te conocés de toda la vida. Desde mucho antes de lo que te conoce ella.

Delfina se ahogó en llanto. Marcos la abrazó, sabiendo que no podía hacer nada para consolarla. Ya había quedado atrás la etapa en la que intentaba contrarrestar todo lo tóxico que le traía Mercedes a la vida de Delfina. Ella estaría desesperanzada con su profesión, pero él estaba también desesperanzado en el rol que le tocaba ocupar. Siempre detrás de «la palabra santa».

Delfina se durmió sollozando. Al otro día, con dificultad, se levantó de la cama, pero todo era silencio. ¿No había escuchado el despertador? Encontró un mensaje de Marcos en el celular en el que le decía que ya había dejado a Nina en el colegio y que iba camino a su oficina.

Ya bañada se sentó con su mate a ver la lluvia caer por la ventana. Revisó unas cinco veces su celular en un intervalo de 1 minuto pero seguía sin tener ningún mensaje de Mercedes. Se sentó en su escritorio y observó todos los bocetos que había en él como si se tratara de algo hecho por otra persona. Los miró extrañada, ofuscada. Las palabras de Mercedes se le venían una y otra y otra vez a la cabeza. Tenía un don, estaba convencida de que nadie en el mundo sabía diseñar botas tan bien como ella, pero también hacía muy bien su trabajo administrativo, y por eso no la querían dejar ir. Había presentado al área de diseño algunos bocetos hechos por ella, pero siempre le habían respondido con un cortés «Gracias» y sin ninguna devolución concreta. Con el tiempo había dejado de intentarlo. «Tenés que tener tu propia marca». ¡JA! ¡Cuántas veces Mercedes le había repetido lo mismo como si fuese tan sencillo! Y se ofendía cada vez que rechazaba su ayuda para financiarla. Y se ofendía cada vez que le hablaba de su trabajo en la casa de carteras. Y se ofendía, y se ofendía y se ofendía. ¡Y Delfina ya estaba tan cansada de verla ofendida!

Pasaron los días y Delfina no estaba nada mejor. No escuchar el despertador a la mañana ya no era la excepción, sino la regla. Tan acostumbrada estaba Nina a cenar sola con su papá que cuando ponía la mesa solo contaba dos platos, dos tenedores, dos vasos. Marcos dejó de exigirle y Nina dejó de esperar.

Un día Delfina empezó a tener la costumbre de levantarse a las 2 de la mañana y ahí su rutina se hizo completamente incompatible con la de su familia. Dormía cuando ellos vivían y sobrevivía cuando ellos dormían. Entregaba los diseños que le pedían de la oficina a cualquier hora de la madrugada y después se quedaba mirando series en blanco y negro que ni siquiera le causaban gracia.

Una noche, en esos despertares estrafalarios, se tropezó con la mochila de Nina. Se dio cuenta de que hacía realmente mucho tiempo que ni siquiera la abría. Se sorprendió de que Marcos la mantuviera tan limpia y, casi con un resabio de una inercia que ya hace tiempo no tenía, la abrió. Adentro encontró un dibujo de Nina que se titulaba «Mi familia». En él se la veía a ella de la mano de su papá, rodeados de flores y de arcoíris. A un costado se veía una mujer, sentada en lo que parecía ser un sillón, rodeada de lo que parecían ser bolas negras de dolor. Delfina sintió un nudo en la panza. «¿Así que así se siente tocar fondo?» pensó. Su tarro de esperanza estaba tan vacío que no sabía ni por dónde rasquetear. Hay algo sublime cuando uno se da cuenta de que ya llegó al límite de lo conocido; hay algo sublime en la certeza de que ya no hay más lugar al que bajar. Es en esos momentos en que las almas se dividen en dos: las que se camuflan con el fondo del tarro y se vuelven polvo olvidado; y las que, para sorpresa de todos, reviven hasta, algún día, lograr volver a ver la superficie.

Al día siguiente Delfina se levantó antes de que sonara el despertador. Preparó de memoria los panqueques que sabía que le gustaban a Nina y llenó el tupper de la vianda para el mediodía. Cuando Marcos se despertó encontró todo listo por primera vez en mucho tiempo.

– «Alondra» – Le dijo Delfina con una sonrisa. Marcos no podía creer estar viéndola de pie y sonriente.

– ¿Qué cosa?

– «Alondra». Esa va a ser mi marca de botas. Para los celtas simbolizaba la esperanza… la primavera, el renacer. – Delfina se acercó a Marcos y lo agarró de las manos. – Y eso es lo que quiero hacer yo. Agarrar mi don por las astas y renacer.

Marcos se dejó vencer en un suspiro y ambos se abrazaron en el medio de la cocina a medio camino de empezar el día… y un nuevo capítulo de sus vidas. Él, en el fondo, sentía miedo de que este rapto de lucidez la llevara a acercarse de nuevo a Mercedes, a volverse vulnerable, y a estar de nuevo a la merced de los altibajos de la relación. Pero no sabía que Delfina ya había tomado una decisión: ya no se vería a través de los lentes de nadie más que de ella misma.


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