[Este cuento lo escribí como parte de una iniciativa que lancé en mi cuenta de Instagram @inesagosta_escritora. En las historias convoqué a mis lectores para que me dijeran: nombre del personaje principal, sentimiento que lo/la mueve y palabra clave del título. Tomé las primeras respuestas que recibí a cada pregunta, sin repetir al lector: Sole me dijo el nombre «Carla», Mer el sentimiento de «Desilusión» y Pau la palabra clave del título «Alfombra». ¡Que lo disfruten!]
Taqulin, taquilin, tapuf. Taquiln, taquil, tapuf. Carla ya tenía estudiado, calculado y hasta internalizado el traqueteo de su auto. Podía ir pensando en cualquier cosa mientras manejaba, pero si alguien le hubiera preguntado cuántas piedras había sentido en el camino podría haber dado el número exacto sin pestañar. «Tu destino está a la derecha». Carla bajó la marcha y ubicó su auto en el único lugar libre que encontró. Chequeó la dirección de la casa que le indicaba el GPS como «su destino» y corroboró que fuese el mismo número del último mensaje que había recibido. El espacio libre podía ser perfectamente un lugar para estacionar. Después de dos maniobras apagó el motor. Agarró su celular, salió del GPS y lo bloqueó. El dragón naranja y azul con cuello de estrellas y la luna llena de fondo que tenía como imagen de fondo volvió a ocupar todo el espacio de la pantalla. Agarró la cartera que estaba en el asiento del acompañante, pero en lugar de bajar del auto se quedó unos segundos mirando al frente, hacia el horizonte. Los mosquitos y el calor que sabía que la esperaban afuera no la incentivaban a bajarse todavía. Además había algo adentro suyo que le decía que esa compra que había hecho no había sido casualidad. Que algo más había en el 4065 de la calle Calabria. Un frío corrió por su cuerpo, se abrazó a su cartera para tomar coraje y salió.
Acompañó su andar desde el auto hasta la reja del 4065 con la danza del asesinato de mosquitos que tenía estudiada desde hacía unos días a la perfección, casi tanto como el tecleteo de su auto. Sabía que su tolerancia hacia esos bichos tenía un límite, así que cada segundo en el exterior contaba. Quizás por eso es que empezó a desesperarse cuando no encontró el timbre por ningún lado. No lo encontró entre los barrotes de la reja ni cerca del buzón. Empezó a aplaudir como alguna vez había visto hacer a su abuelo, desacostumbrado al uso de un mecanismo más moderno. Pero nadie salió. Las ventanas principales estaban cerradas por una cortina de enrollar. ¿Estaría en la dirección correcta?
Las plantas del cantero de la entrada estaban secas y entre ellas se colaban intrusos yuyos largos, de esos que crecen orgullosos por no necesitar más agua ni más sol que otras plantas de renombre. Sacó el Off de la cartera: si iba a pasar más tiempo del debido ahí tenía que estar preparada. Fue en medio del olor a insecticida cuando vislumbró el timbre justo al lado de la puerta de entrada verde; entonces se dio cuenta de que todavía no había intentado algo básico: abrir manualmente la reja. Giró el picaporte y efectivamente estaba sin llave. Avanzó entre las plantas secas y los yuyos largos hasta el timbre, mientras seguía esquivando a los mosquitos que seguramente vinieran de agua estancada, ya no le cabía duda. Tocó el timbre y éste retumbó en toda la casa. Antes de que cesara el sonido ya le estaban abriendo la puerta.
– Hola, vengo por la alfombra que compré…
– Sí sí, dale, pasá. Antes de que entren mil mosquitos.
Los comentarios protocolares por estos días cedían su lugar a la urgencia de no compartir un espacio cerrado con mosquitos. O por lo menos, intentar llevar al mínimo su presencia. Una vez adentro Carla pudo mirar mejor a su interlocutor: un hombre canoso, de unos 60 años, panzón. Tenía olor a rancio sobre una colonia barata que no lograba taparlo del todo. A diferencia de las plantas de su cantero, él estaba bien afeitado. A su alrededor había alfombras de todo tipo. Era imposible pensar que esa fuese una casa habitada, más bien parecía un depósito. Pero en medio de tantas texturas y colores, un cuadro llamó la atención de Carla. En él había un dragón naranja y azul con cuello de estrellas y la luna llena de fondo. Carla se quedó paralizada.
El hombre agarró una planilla escrita a mano.
– ¿Vos sos Camila?
Carla estaba todavía prendida al cuadro.
– Sí, no, no. Soy Carla. Sánchez.
El hombre se puso los anteojos que llevaba colgados en el cuello y volvió a mirar la lista.
– Sí, Carla. Alfombra de 1,60×2,30, Aqua, Pelo largo. Buena elección.
El hombre levantó la vista. Carla estaba visiblemente nerviosa.
– ¿Pasa algo? ¿Hay algún error?
El hombre todavía tenía los anteojos en la punta de la nariz y la planilla en la mano.
– Ese cuadro… me es muy familiar.
El hombre dirigió su vista al cuadro. Carla intentó interpretar sus gestos pero parecía completamente insensible a esa imagen. El hombre se encogió de hombros y fue hasta el escritorio donde tenía varias carpetas negras. Sacó de una de ellas los recibos.
– ¿Te faltaba abonar el saldo?
– ¿Le puedo preguntar hace cuánto que tienen ese cuadro?
– Me podés preguntar, pero yo puedo elegir no responderte.
El hombre parecía impávido, pero su respuesta contenía mucho más sentimiento del que Carla hubiera esperado. Eso la desconcertó aún más. Reprimió la catarata de preguntas que todavía estaban esperando salir y solo atinó a responder.
– Ya había pagado el saldo completo. De la alfombra. Ya la pagué toda.
El hombre asintió. Dejó la planilla arriba del escritorio. Buscó entre los recibos el de Carla y una vez que lo encontró se lo extendió. Carla en respuesta le mostró su fondo de pantalla.
– ¿No le parece increíble que tengamos el mismo dragón?
El hombre se puso todo rojo.
– Perdón que lo moleste con este tema, pero ese cuadro no es solo un cuadro para mí. Era de mi abuelo, nunca supimos qué le pasó.
Los nervios empezaron a apoderarse de Carla, quería contarle toda la historia a ese señor que apenas conocía, quería que entendiera que para ella todo eso era mucho más que una coincidencia. Las palabras se le trababan en la boca, se apuraba para hablar pero a la vez no quería abrumarlo. Mientras el hombre la escuchaba su cara se iba tornando cada vez más roja.
– Pienso que todo es por algo, ¿usted no piensa que todo es por algo? Estoy acá, frente a este cuadro, con esta foto que es todo el rastro que tengo. Esta foto es todo el rastro que tengo.
– ¿Necesitás ayuda para llevarla?
Carla lo miró desconcertada.
– ¿Viniste en auto, no?
Carla asintió. El hombre buscó la alfombra Aqua y la extendió en el piso.
– Antes de que la llevemos fijate si está todo bien. Mirá que no hay garantía ni cambios.
Carla la revisó, la tocó, la chequeó. Y finalmente asintió con la cabeza. Pero no se resignaba. Ambos enrollaron la alfombra. El hombre se dispuso a cargarla pero Carla se quedó tiesa.
– Yo lo siento. Tenemos que estar conectados. Estamos conectados. Porque ¿qué otra explicación puede haber? Yo vine acá hoy pensando en que buscaba una alfombra y de golpe me encuentro con ese dragón, que me sé de memoria y que tantas veces analicé porque desde que tengo uso de razón que…
– ¡¡¡¡ES ROBADO!!!!
El grito del hombre calló completamente a Carla casi como si hubiera recibido un baldazo de agua fría.
– ¿¿¿Eso querías que te dijera??? Es robado, lo robé. Sí, lo robé. Ya ni me acuerdo a quién, ni dónde, ni cuándo. Pero no es mío, no soy yo, no soy nada tuyo. ¿Está bien?
– Bueno, es que a veces, las cosas…
– A veces nada, no sé qué te habrá traído hasta acá pero te aseguro que eso no es. ¿Y te aconsejo algo? Dejá de buscar.
A Carla se le llenaron los ojos de lágrimas.
– No puedo.
– Dejá de buscar. No todo tiene un porqué. A veces las cosas son. Y punto.
El hombre y Carla levantaron la alfombra. Carla miró el cuadro por última vez con gran desilusión. Antes de que los mosquitos invadieran la sala, salieron por la puerta lo más rápido que pudieron. Con el portazo, el cuadro, que durante tantos años había estado ahí colgado, cayó como una bolsa de papas al piso. El vidrio se partió en dos y atrás de la lámina del dragón apareció una carta escrita a mano.
Cuando el hombre volviera a entrar se encontraría en una encrucijada: o admitirle a la chica que acababa de conocer que efectivamente existía un por qué, y ayudarla a encontrar lo que estaba buscando; o callarse el secreto para siempre.
FIN
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